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MIRANDO AL SUR - augusto alvarado


EL GUANACO BLANCO

<hr><u><h2>EL GUANACO BLANCO</u></h2> Por Francisco Coloane (*)

Durante muchos decenios, a lo largo de todo el siglo, y sin duda desde siglos y milenios anteriores, el gran territorio de Magallanes, con un millón trescientos ochenta y dos mil kilómetros cuadrados de llanuras y sus millares de islas, ha sido escenario de catástrofes telúricas y de atroces iniquidades humanas. Desde mi primera juventud, durante el período en que trabajé en la estancia Sara, en Tierra del Fuego, escuché los relatos de los trabajadores ganaderos sobre las masacres: la de Puerto Natales en 1919, la de la federación obrera de Magallanes en Punta Arenas, en 1920. Luego, la gran huelga, casi una insurrección, que terminó en 1924 con la matanza de cuatro mil hombres, tanto chilenos como argentinos, por unidades del ejército argentino al mando del coronel Varela.

En varios de mis cuentos -"De cómo murió el chilote Otey", "Un madero entarugado" y algún otro- registré algunos de los episodios que la historia oficial ignora o refleja muy débilmente. También en la novela “Rastros del guanaco blanco” y en el cuento "Tierra del Fuego", aunque el trasfondo de este último es más bien la enorme tragedia histórica y social del exterminio de los onas o selk' nam, habitantes originales de la gran isla austral. Los aniquilaron salvaje y metódicamente para hacer de sus tierras campos de pastoreo para la crianza de ovejas. Son asuntos enormes y terribles, con los que estoy y estaré siempre en deuda.

También hubo cataclismos, posiblemente anteriores a la aparición del hombre sobre la Tierra. En la era secundaria sobrevino el gran frío. El padre sol se ocultó, se ausentó y al parecer se olvidó de incubar los huevos de los grandes reptiles prehistóricos, como los dinosaurios, que galopaban a ochenta kilómetros por las planicies interminables de lo que hoy llamamos Patagonia. Al no ser incubados sus huevos por el calor del sol, la familia de los grandes acorazados terráqueos no tuvo descendencia. Eso los condujo a desaparecer. Pero la extinción de los onas fue obra de la ilimitada codicia del homo sapiens.

Mi primer conocimiento de los primitivos habitantes del extremo sur se produjo durante mi infancia. Oí decir que entre los chilotes había gente emparentada con "otros" que no eran sus iguales. Estos a los que llamaban "otros", para marcar la diferencia, eran los huilliches. Yo los conocí desde niño, porque varios de ellos trabajaron en las tierras de mi madre y sus mujeres atendían las labores de la casa.

Se dice que los huilliches fueron los primeros habitantes de las islas que componen el archipiélago de Chiloé. No se sabe con certeza desde cuándo la poblaron, pero allí estaban cuando llegaron los colonizadores españoles. La palabra huilliche significa en mapudungun, la lengua mapuche, "hombres del sur". Según el abate Molina, ellos habrían llamado Chiloé a la isla Grande, nombre derivado de Chile. Mas el presbítero Cavada dice que la palabra viene de chille ("gaviota") y hué, "lugar poblado de gaviotas". Se supone que los hulliches llegaron a las islas empujados por otros grupos indígenas de Osorno, Valdivia o Arauco. Es interesante hacer notar que todos los antiguos pobladores de estas tierras tenían estrechos vínculos de amistad y de parentesco, además del mismo idioma. No así los chonos, patagones y fueguinos, que llegaron también a Chiloé, pero en muy escaso número. Obligados por la necesidad, ellos tuvieron contactos con los huilliches y por eso hay algo de mestizaje en ellos.

Las expediciones de goletas chilotas se dispersaban por los canales australes en cacerías de miles de focas para obtener su fina piel, de preferencia la del llamado "lobo de dos pelos". Los alacalufes, nómadas navegantes, trabajaban en la preparación de las pieles, a cambio de alimentación: galletas, papas, cebollas. Trocaban sus capas de piel de nutria por ponchos y frazadas de lana. Eran esquilmados, pero se sentían contentos. En todo caso, no eran tontos y en cuanto tenían ocasión se apoderaban de herramientas, chalupas y todo lo que podían. También ocurrían actos de violencia, como el rapto de mujeres o muchachas aborígenes. Así un número apreciable de alacalufes llegó a Puerto Montt, Chiloé y Punta Arenas. Hoy es difícil precisar dónde está la pureza de algunas de estas etnias.

En casa de mi madre y de una prima trabajaban en los quehaceres de la casa la Juana y la Carmela, que eran de origen alacalufe. Me acuerdo siempre de la Juana, una muchacha alta y huesuda, firme para los trabajos pesados. Era el sostén de mi madre para el cultivo del campo. Igual pasaba con los cuatro hombres que la ayudaban en el bote pesquero y la chalupa. Ella los llamaba "chonos" en sentido peyorativo. No creo que doña Humiliana supiera que esos indígenas, los chonos, eran un grupo étnico diferente que vivió entre Chiloé y el golfo de Penas. Sin embargo, a mis años, ésos eran asuntos que estaban lejos de mis pensamientos. A pesar de esos contactos con las muchachas que servían en la casa, no recuerdo haber conversado nunca con ellas. Ellas sí entendían las órdenes que se les daban.

Creo haber visto a los alacalufes por primera vez en su medio natural, en el curso de mi primer viaje marítimo, desde mi Chiloé natal a Punta Arenas. Yo tenía catorce años de edad. En las cercanías de la Angostura Inglesa, surgieron dos o tres canoas de indios alacalufes, cual si brotaran de los cantiles costeros. Las montañas estaban cubiertas de una gruesa costra de nieve hasta el borde de la alta marea, dejando un chaflán erosionado o parejo, según la tranquilidad o turbulencia de las corrientes y el oleaje. Me parecieron unos seres exóticos, tanto las mujeres como los hombres, los niños y los perros que llevaban. Al acercarse el barco, todos gritaban "cueri cueri", "guachacay". Agitaban sus cueros de nutria y lobo marino ofreciendo cambiarlos por aguardiente, el "guachacay". Se les puso una escalera de gato y por ella subieron a la cubierta los alacalufes, con quienes los tripulantes y los pasajeros hicieron un activo intercambio, que incluía hasta ropas viejas. Eran más bien bajos, con ese corte de melena conocido como "a lo Beatle", pelos negros, gruesos, narices chatas y rasgos que parecían esculpidos con hachas milenarias. Vestían harapos, salvo uno que llevaba una chaqueta que fue alguna vez de un comandante de la marina, y que conservaba sus galones dorados. Un capitán de navío alacalufe. Al alejarnos, se divisaba desde lejos el humo de sus pequeñas fogatas, acomodadas sobre champones de turba en la cala de sus canoas. Eran signos de interrogación en medio de la soledad de los canales.

Además de las balas y el veneno, los alacalufes o qawáshkar así como los yámanas o yaganes, han sido exterminados, casi por completo, por medio de los venenos más sutiles del alcohol y del mero contacto con la "civilización". Eran seres virginales, incontaminados, no en un sentido abstracto o espiritual, sino en el muy concreto y material de los microorganismos. Carecían de defensas frente a los bacilos, bacterias y virus con los que convive el hombre occidental. Fueron así diezmados por simples catarros, que le resultaban mortales, y por enfermedades endémicas como la tuberculosis y los males venéreos. Un solo beso podía bastar para transmitirles la muerte. Así se fueron apagando.

Desgraciadamente nuestras historias se saltan, por lo general, aspectos muy decisivos del desarrollo de nuestra sociedad, cuando no los tergiversan. En un texto de historia, que se podría decir moderno, y que se usa en la enseñanza, leo: "Los indios fueguinos se extinguieron por las enfermedades y el alcoholismo". Que se enfermaran no se puede dudar y que bebieran, tampoco. Pero la causa es muy distinta: crueldad, despojo y exterminio. Ésa es la verdad histórica que se debe afirmar.

(*) en “Los pasos del hombre” - Memorias
Editorial Mondadori, Barcelona. 2000

1 comentario

anahi -

tengo 13 años y el libro es un poko dificil de entender mis compañeros tampoko lo entienden que asemos para entenderlo mejor ???