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MIRANDO AL SUR - augusto alvarado


UNA FECHA PARA RECORDAR

<hr><h2><u>UNA FECHA PARA RECORDAR</h2></u>

16 DE JUNIO DE 1955


Por Enrique Lacolla
Córdoba (Argentina) – Junio de 2005

Hay fechas que son hitos en la historia de un país porque dan cuenta, de pronto y con un gran aporte de elementos dramáticos, de un cambio que ha estado produciéndose en el substrato social. Y también hay otros, no menos intensos, que expresan una reacción desenfrenada y a veces feroz contra ese mismo cambio.

El 17 de octubre de 1945 fue representativa de la primera de esas instancias. Y el 16 de junio de 1955 resultó abrumadoramente expresiva de la segunda.

El 17 de octubre marcó la irrupción del proletariado urbano y de amplios sectores de la clase media en la generación de los actos de gobierno de una nación que, desde 1930, había visto su vida política mediada por el fraude o por las intervenciones militares.

El 16 de junio implicó el comienzo de una brutal regresión que sirvió de puente entre la ferocidad de las guerras civiles del siglo XIX y el régimen derogador de la voluntad popular que se extendió, casi sin interrupciones, hasta 1983.

Una historia de traiciones

La historia del 16 de junio es bien conocida por quienes eran adultos en ese tiempo, pero las jóvenes generaciones no se la representan cabalmente. No estará de más trazarla en sus grandes rasgos, por lo tanto.

El segundo mandato del general Juan Perón, salido de unas elecciones irreprochables que lo ungieron con una clara mayoría, soportaba los embates de una oposición que se cebaba en los obvios defectos de un régimen afligido por cierta deformación autoritaria, que rechazaba el disenso y daba muy poco o ningún espacio para la expresión de éste. Esa oposición, sin embargo, no expresaba sólo esta impaciencia “ética”, sino que, a sabiendas o no, era la punta de lanza de un introyectado resentimiento de clase y de una conspiración oligárquico-imperialista que apuntaba a demoler el gobierno popular no por sus defectos, sino por sus virtudes.

Entre estas se contaban el establecimiento de una política exterior independiente, una fuerte industrialización, una regulación ponderada de la economía de parte del Estado y, lo último pero no lo menos importante, la difusión de la justicia social, que por primera vez convertía a la Argentina en una sociedad de veras inclusiva y ponía a sus capas más pobres en capacidad de proyectarse hacia el estrato poblacional inmediatamente superior a su condición. La movilidad social, que siempre había existido en el país, pero a una escala y a un ritmo mucho más limitados, se había convertido por fin en un factor esencial de democratización.

El resentimiento de los sectores dominantes ante estas modificaciones y el disgusto que causaban, en un arco más vasto de la opinión, la mediocridad y las manifestaciones de servilismo que muchos de los miembros del entorno del poder tenían hacia su titular, difícilmente hubieran podido generar, por lo tanto, las condiciones para un estallido si no se hubiera dado, por añadidura, un gratuito conflicto con la Iglesia, ornado por el estilo destemplado de Perón, que tornó volátil el ambiente.

En ese marco, una conspiración cívico-militar desencadenó, poco antes del mediodía de una fría mañana de invierno, lluviosa y con nubes bajas, un ataque contra la sede del Poder Ejecutivo que buscaba, sin lugar a dudas, la eliminación física del Presidente, sin cuidarse de lo que hoy se llaman “daños colaterales”. Formaciones de aviones de la Armada y luego de la Fuerza Aérea –una vez que la base de El Palomar fue copada por insurgentes–, bombardearon el centro de Buenos Aires sin previo aviso y buscando hacer blanco en la Casa Rosada.

La matanza fue espantosa, en especial entre los civiles que concurrían a sus tareas cuando los sorprendió el ataque. La reacción de las formaciones militares leales y la participación popular abortaron el alzamiento, al detener el avance de la infantería de marina y luego rendir el ministerio de esa fuerza armada, pero el saldo de la jornada fue terrible: no menos de 350 muertos y un millar de heridos.

La intentona se constituyó en el prolegómeno de la llamada Revolución Libertadora, que tres meses más tarde derrocaría al gobierno constitucional y abriría un capítulo de la historia argentina connotado, más allá de algunos altibajos, por un persistente desorden, por la supresión de la voluntad popular y por la inversión de las líneas maestras que habían ido marcando el ascenso de la Nación y que, a pesar de los defectos del régimen peronista, este había perfeccionado al ampliar la participación popular y al poner esas coordenadas en una incipiente dimensión latinoamericana.

Líneas de sangre

El 16 de junio trazó una línea de sangre en la historia argentina, que se profundizó al año siguiente al producirse el fusilamiento de muchos militantes y militares peronistas que intentaron revertir las tornas con el alzamiento del general Juan José Valle, ejecutado en esa ocasión.

Nada volvería a ser igual después y no hay que preguntar mucho acerca de las raíces de la violencia subversiva y de la oleada de salvajismo que la sucedió: sus datos estaban inscritos en la bestialidad del alzamiento del 16 de junio del ‘55 y en la represión del ‘56.

Ahora bien, no deja de ser tentador percibir al episodio del que esta semana se cumplen 50 años, en la proyección de la historia argentina. Porque, aunque no se desee verla y aunque el conformismo bienpensante de la historia oficial tienda a excluirla de sus evaluaciones, el ejercicio indiscriminado de la fuerza es una constante de nuestro pasado. Los años de las guerras civiles y de la organización nacional estuvieron puntuados por hechos de enorme violencia, y los sectores económicamente mejor dotados, que en suma fueron los que configuraron el país a la medida de su conveniencia, no fueron los menos propensos a ejercerla.

Pero hacia 1870 esa violencia elemental comenzó a remitir. Hubo aun dos episodios muy sangrientos, la revolución de 1880 que redundó en la capitalización de Buenos Aires (en su nacionalización, digamos) y la de 1890, pero ya fueron hechos en los cuales la contienda se dirimió en términos de conflicto reglado, respetando ciertas normas elementales y sin proceder a tomar venganza contra los vencidos.

A partir de allí el país se estructura en torno a normas sólidamente pautadas aunque no siempre muy justas, pero reconocidas como referentes por la sociedad en su conjunto. Si bien menudearon las revueltas cívico-militares, no se asistió a hechos de sangre de gran magnitud y, una vez dirimido el pleito, a los vencidos siempre se les otorgó la gracia.

Esta situación, con alzas y bajas, se consolidó y permaneció vigente hasta el 16 de junio de 1955, cuando la revulsión que el cambio en marcha suscitaba en algunos sectores, se exteriorizó en una salvajada de la que no había ejemplo en la historia argentina reciente.

El 16 de junio representó el choque entre dos tendencias opuestas: la de un país en gestación y la de una teoría conservadora que se oponía a éste. Fue el indicio o, mejor dicho, el síntoma claro, de los tiempos que se avecinaban. Y no hay duda de que, en ese combate, la segunda tendencia se ha impuesto, hasta ahora, a un costo catastrófico en vidas y en materia de desequilibrio social.

La única ventaja que cabe deducir del tiempo transcurrido, es que la lección que dejó esa terrible experiencia se erige hoy en un obstáculo que hace difícil repetirla. Pero para que esa memoria persista se hace preciso exhumarla de vez en cuando.

Los 50 años del más brutal atentado terrorista que sufrió la Argentina son una ocasión propicia para hacerlo
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