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MIRANDO AL SUR - augusto alvarado


LA GAUCHADA

<hr><u><h1>LA GAUCHADA </h1></u>

Germán Altamirano

(Cuento)

Incapaz de ocultar su malestar, el ofuscado taxista alcanzó el teléfono a su colega aquella brillante mañana de primavera:

"¡Otra llamá pa’ vos Alfonso... la tercera de esta mañana! ¡Esto ya parece carrera’e botes...!"

"Gracias turco... ¡no te enojís puh hue’on...!

Alfonso Parra Donoso llevaba más de tres años como propietario de un moderno taxi que operaba en el paradero de la "Plaza Condell" en el puerto nortino de Iquique. En poco más de cinco meses y medio terminaría de pagarlo. La vida había sido difícil y dura para el joven taxista, especialmente durante los primeros años cuando era un simple chofer. Entonces había trabajado largas horas ganando un sueldo escaso que apenas le permitía mantener a su joven mujer y a un hijo recién nacido. En algunas oportunidades se vio obligado a hacer algunos negocios ilícitos envolviendo "coca". Tenía que mantener a su familia de alguna manera.

Gracias a su habilidad para administrar su escaso ingreso, después de poco más de cinco años adquirió un coche nuevo. Algunos parientes avalaron el préstamo y se endeudó "hasta los huesos", jugándose entero en la inversión de su taxi nuevo. Felizmente para Alfonso y los suyos todo resultó bien.

Sus primeros años como dueño de taxi fueron difíciles, pero últimamente las cosas marchaban mucho mejor y resultarían mejor aún una vez que su auto estuviese pagado. Durante el último año, había logrado ahorrar suficiente dinero para pagar la cuota inicial de una casita y por el momento el saldo de su cuenta de ahorro seguía aumentando. Parecía que la vida tomaría un vuelco positivo para el esforzado Alfonso. Se lo merecía pues era trabajador, excelente marido y padre; no tenía vicios. Las mujeres habían sido siempre su única debilidad pero desde que su esposa se enteró de su último idilio, Alfonso cambió por completo al comprobar cuanto había herido a su fiel compañera. Aún joven a los treinta años, el futuro de Alfonso se avistaba muy prometedor. Su sueño era adquirir dos o tres taxis nuevos y entonces no tendría que manejar, solamente administrarlos.

"Chao m’hijito... que le vaya bien. Cuídese mucho mire que no sé por qué he estado nerviosa todo el día... tuve un sueño tan re’feo..."

"No se preocupe m’hija... ¿qué puede pasar? No piense así," despidiéndose con un beso.

Contento, ese día de primavera, Alfonso fue a pagar la patente de su taxi. También fue a mirar unos neumáticos nuevos a la "Importadora Tassara". Aunque todavía no necesitaba los neumáticos, Alfonso prefería anticiparse a cualquier situación. Era cauteloso en especial tratándose de su carro. Después de todo, el taxi era el que ponía el pan en la mesa y la razón de todo el progreso que él y su familia empezaban a disfrutar.

"Cuando quieras te doy los neumáticos, tú sabes que aquí tienes las puertas abiertas...," le aseguró el dueño.

"Gracias Tito, te pasaste..."

Astuto para el negocio, Alfonso distribuía tarjetas de negocio entre sus clientes. En ellas, además de su nombre y los teléfonos de su casa y del paradero, incluía un atractivo descuento. De esa forma había conseguido muchos viajes fuera de la ciudad. A fin de conseguirlos, a veces no le cobraba a algunos clientes claves. En la gran mayoría de los casos, la retribución posterior era mayor que el costo inicial.

Como propietario, ahora manejaba solamente media jornada. Trabajaba lo que él consideraba el mejor horario, de las siete de la mañana hasta las dos de la tarde. Entonces entregaba el vehículo a su chofer quien era muy responsable y honesto. Alfonso trataba bien a su ayudante y le pagaba un poco más de lo normal. Pocho le retribuía demostrando honestidad, cuidándole el carro con esmero y generando más utilidades para el justo patrón.

Una vez cumplidos los trámites relacionados con su carro, Alfonso se dirigió al Banco Español a depositar su ingreso diario para después visitar una oficina de bienes raíces.

"Gracias señor Ahumada... Hasta mañana...," agradeciendo con amabilidad al cajero.

Hacía tiempo que conversaba con un tasador de propiedades acerca de una casita. Todavía no se lo había hecho saber a su mujer, sería una sorpresa. Terminados sus quehaceres regresó al paradero a reemplazar a Pocho quien, generosamente había cubierto su turno al volante, permitiéndole a Alfonso el tiempo libre necesario para hacer sus negocios.

"Háceme caso Pocho, no seai hue’on... Ahorra tu plata poco a poco, como se pue’a y en cuanto sea posible comprai tu taxi... Si es necesario, yo te ayudo..." No era la primera vez que Alfonso aconsejaba a Pocho; era sincero.

"Gracias Alfonso, te voy a hacer caso..."

"Gracias a ti por cubrir mi turno..."

Alrededor de las once de la mañana, Alfonso tomó un pasajero que se dirigía a las afueras de la ciudad; era una buena carrera. Entretuvo a su cliente con su amena e interesante conversación durante la mayor parte del trayecto, ello le permitió obtener una generosa propina.

"Gracias patrón. Ya sabe, si necesita regresar al centro me llama nomás y le damos un buen descuento; aquí tiene mi tarjeta..."

Mientras regresaba al paradero y encontrándose aún en las afueras de la ciudad, abruptamente interrumpió su alegre silbar con que acompañaba una popular canción que escapaba de la radio al notar a un chico mugriento y vestido con harapos. El pequeño no podía tener más de diez años y llevaba cargado a su espalda un enorme saco que doblaba por completo su cuerpo débil. Rápidamente, Alfonso se acercó y deteniendo su vehículo al lado del muchacho, cordialmente le preguntó:

"Hey, chiquillo, ¿pa’onde vai con semejante carga...?" El niño le miró con desconfianza, respondiendo en voz baja.

"Pa’ la casa..."

"¿Y dónde queda la casa, muy lejos...?"

"No, no mucho..."

"Mira, yo voy en la misma dirección y te puedo llevar en mi auto... ¿qué te parece?...no te va a costar na’a..."

Incrédulo y vacilante, el niño demoró algunos segundos antes de aceptar el generoso ofrecimiento. Alfonso bajó de su auto y le ayudó a poner el saco en la maletera.

"¿Y qué llevai en el saco...?," preguntó curioso.

"Güesos... vengo de Punta Negra..."

"¿Y que hací con la plata...?"

"Se la doy a mi mamá..."

"Y tú taita, ¿no trabaja...?"

"No tengo taita..."

La breve conversación bastó para que Alfonso comprendiera la tragedia que rodeaba la vida del pequeño, desgraciadamente era una situación muy común. La indigencia extrema que consumía a algunas familias convertía las miserables existencias de sus miembros en un infierno o en milagro o, mejor aún, en ambos. Durante su infancia, Alfonso había conocido muy de cerca dicha realidad en carne propia aunque no al extremo del infortunio del niño presente; simplemente similar. No obstante, muchos de sus amigos de infancia no resultaron tan afortunados y sus vidas se vieron llenas de sacrificios y necesidades.

Alfonso se sintió satisfecho de haber recogido al muchacho y haber ayudado aunque en forma mínima. Pronto llegaron a una esquina donde el niño pidió que le permitiera bajarse.

"¿Cuál es tu casa...?"

"Está unas cuadras más arriba, pero aquí está bien... gracias."

"No... te dejo a la puerta de tu casa... total un par de cuadras más o menos no hacen ninguna diferencia..."

Minutos después, el pequeño le pidió se detuviera enfrente de una casucha situada casi al final de calle Ferrocarril, tan lastimosa que hacía infructuoso todo esfuerzo por describirla. Varios pequeños, todos sucios, de edades fluctuando entre los dos y ocho años jugaban con tierra. Sorprendidos y curiosos, detuvieron su juego y se acercaron presurosos al ver a su hermano mayor llegar en taxi.

Alfonso se ofreció para acarrear el saco con huesos hasta la puerta de la "casa". Una vez allí, dio al niño unas pocas monedas que encontró en su bolsillo y al retirarse notó que, ocultos por las tablas llenas de agujeros que formaban el frente de la pocilga, los ojos de una mujer de edad incierta le observaban con desconfianza.

Rápidamente subió a su carro. Sintió de pronto la necesidad de alejarse de tan triste espectáculo; se sentía agobiado. Debido a la posición en que había aparcado el taxi al arribar, retrocedió unos pocos metros para poder salir. Mientras retrocedía, con sorpresa notó que un obstáculo inadvertido hizo levantar visiblemente la rueda trasera del lado del pasajero. En ese preciso momento escuchó los gritos de los niños que parados alrededor, curiosos observaban el taxi que raramente tenían oportunidad de admirar.

Espantado, Alfonso bajó del auto de un salto corriendo hacia donde se dirigían las miradas aterradas de los pequeños, notando un cuerpo diminuto que yacía inmóvil debajo del taxi. No podía tener más de diez meses y sin que nadie notara, gateando, se había metido bajo el vehículo. Lleno de pánico, horrorizado, Alfonso pudo notar que su cabeza pequeña había sido aplastada por una de las ruedas.

Rápidamente levantó el pequeño cuerpo y junto a la madre quien había salido corriendo, inmediatamente trasladaron al pequeño a la sala de emergencia del Hospital Regional. Mientras conducía su taxi y a pesar de estar seguro que el pequeño no viviría, trató de conformar a la madre que lloraba en silencio. Le ofreció ayudarla económicamente cubriendo todos los gastos provocados por el accidente, incluso ayudaría a financiar los estudios del resto de sus hijos.

Una multitud de oscuros pensamientos inundaron la agitada mente de Alfonso. En segundos vio todos sus sueños y esperanzas desvanecidos; su buena acción había tenido un resultado completamente opuesto. Estaba seguro que una vez que los abogados tomaran parte en el litigio legal que obviamente se crearía, toda la ayuda económica ofrecida a la familia resultaría insuficiente para calmar la avaricia de los leguleyos. Su ruina económica era inevitable.

Minutos después de arribar al hospital, un doctor les informó que el niño había muerto en forma instantánea. Inmediatamente, el médico llamó a los carabineros; el proceso legal se iniciaba y los sueños y esperanzas de Alfonso por lograr una vida mejor para él y su familia desaparecían rápidamente.

"¡Dios mío! ¿Por qué me castigai así...?," desconsolada la madre lloraba desesperada.

Alfonso se sintió enfermo. Se dirigió al baño más cercano y vomitó profusamente. Su cabeza giraba como trompo cucarro y sus pasos eran rápidos y erráticos. No tenía idea cómo se lo diría a su mujer, necesitaría mucho valor para hacerlo. Con pasos lentos, como rehuyendo cumplir con su deber, se dirigió al teléfono público más cercano. Antes de llamar a su hogar, inútilmente secó su frente cubierta por un frío sudor y enjugó las testarudas lágrimas que nublaban sus ojos enrojecidos.

Junto con escuchar la voz alegre de su esposa contestar desde el otro extremo de la línea, a través de una ventana, Alfonso divisó una pareja de carabineros que apresuradamente caminaba en su dirección.

"Maruja... m’hijita... no quiero que se asuste, pero algo muy serio acaba de pasarme..."

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