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MIRANDO AL SUR - augusto alvarado

gabriela mistral


NERUDA + GABRIELA + ALLENDE

<h1><hr><u>NERUDA + GABRIELA + ALLENDE</h1></u>

1964. Campaña presidencial. Neruda y Allende recorren el país y se detienen ante la tumba de Gabriela Mistral, en Monte Grande. Neruda describe el momento en el diario “El Siglo”.

Archivo Margarita Aguirre

No sé si en otros países, por lo menos en países extensos y poblados, se comprenderá la importancia de ciertos escritores nacionales, de lo que significan para mi pequeño país. Se sabe en todas partes que Gabriela Mistral, poetisa chilena, obtuvo el Premio Nobel algunos años antes de morir. Este premio reconoció la existencia de una poderosa escritora universal. Pero para ocho millones de chilenos la poetisa tuvo muchos otros significados. En primer lugar tenemos que saber que se trata de una mujer de pueblo y esto es mucho decir para esta república. En nuestras universidades hay muy pocos hijos de obreros y ni uno solo de campesino. Las grandes fuerzas conservadoras de America Latina se empeñaron desde hace más de un siglo en mantener a las clases populares en un oscuro subterráneo.

Tenemos muchos millones de analfabetos. Es difícil para la gente mandar sus niños aun a las escuelas primarias. Por lo común los niños empiezan a trabajar a edad muy temprana. Gabriela Mistral pudo salir del subterráneo: era demasiado luminosa para permanecer ignorada en la inmensa multitud de los pobres.

Pero fue muy duro su aprendizaje y ella lo recordó siempre. Lo importante es que esta niña del pueblo, transformada por su poesía en una gran conciencia de nuestro tiempo, sigue después de muerta teniendo un papel central en la vida chilena. No sólo los críticos literarios la recuerdan, sino las Universidades y los gobiernos, las escuelas y los Parlamentos. En Chile ella es un aglutinante de la nacionalidad. La bandera de Chile tiene una estrella blanca sobre campo azul. Pero verdaderamente Gabriela Mistral es también una estrella invisible en la bandera, estrella que todos ven hasta en los más lejanos sitios de mi patria.

Esto para contar que hace algunos días pasé por el sitio donde reposan los restos de la poetisa. Todo es asombroso en aquella tumba. Yo mismo obtuve el terreno para que ella descansara allí, en Monte Grande, en la aldea en que nació. Yo mismo escogí aquel sitio en una colina.

Gabriela Mistral vivió en todas partes, en Italia, en Brasil, en España, en los Estados Unidos. Y dentro de Chile en el norte del desierto de Atacama y en las soledades de la Patagonia. Pero dejó escrito en su testamento que la enterraran en su aldea, en Monte Grande. Yo cumplí con sus deseos. Busqué un rincón de tierra y los escritores entregamos ese sitio al gobierno. Los escritores pusimos una gran lápida de piedra y el Estado trasladó allí la sepultura de ella. Y allí la dejó abandonada.

Algo peor pasó con sus libros, con sus originales, con sus manuscritos, con sus derechos de autor. Aprovechándose de que ella murió en Estados Unidos, los norteamericanos se apoderaron de todo eso. Ni en una antología pueden figurar sus poemas sin pedir permiso a algún yanqui. Miles de versos inéditos se han sepultado en la Biblioteca del Congreso de Washington. Pero si estas cosas son arbitrarias, son poca cosa al lado del cobre, del salitre, del estaño, del manganeso, del petróleo que se llevan los norteamericanos. Poca cosa, pero muy parecida.

Gabriela Mistral era una amalgama de todos estos metales, de todos estos minerales. Su poesía es ferruginosa, dolorosa y volcánica. Su alma no ha sido separada de nuestra tierra. Allí pues está dormida, allí en Monte Grande, mi compañera errante. En aquella tierra reseca. Nunca llueve. Los montes se levantan como inmensas manos de tierra. No hay más vegetación en las alturas que los gigantescos y espinosos cactus. Por abajo se juntan dos valles que el río Elqui ha cortado en la piedra. Álamos e higueras sin hojas, como centinelas desnudos, bordean el delgado torrente. Desde la tumba mirando hacia la altura no se ven animales ni seres humanos. Sólo las espinas de los cactus. Los montes metálicos, las grandes piedras verdes y grises, el duro cielo azul que jamás tiene una nube. Pocas veces el viajero siente el peso de una soledad tan aplastante.

Pero esta soledad cuya grandeza tiene tanto contacto con la poesía de Gabriela Mistral, estaría bien si no fuera por la miseria de su tumba. No hay una flor, ni un asiento para el viajero; no hay nada sino aquella piedra olvidada con su nombre. Y aquí vienen las escuelas y los niños, cantan los versos de ella contemplando el total abandono de su sueño.

Yo iba de un sitio a otro acompañando a Salvador Allende, hablando con los campesinos y con los aldeanos, indicando el camino del pueblo, llevando las noticias del mundo, iluminando también con mi propia poesía la dura lucha política que culminará el 4 de septiembre próximo. Cuando pasábamos, Salvador Allende, candidato de las fuerzas populares, me pidió que nos detuviéramos en la tumba de aquella estrella invisible de la bandera chilena. Algunos campesinos se reunieron y junto a la tumba abandonada dije algunas palabras.

Dije que el olvido material de aquel sitio de peregrinación era también el símbolo del pasado de mi patria. Y que allí conmigo, en aquel minuto, mirando las ásperas cordilleras y haciendo también una promesa de piedra, estaba el símbolo viviente de las futuras transformaciones, el candidato del Movimiento Popular a la Presidencia de la República.

En la tumba de Gabriela Mistral, en aquel minuto, estaban juntos el doloroso pasado y la esperanza.


SOÑANDO DESDE EL SUR

<hr><h2><u>SOÑANDO DESDE EL SUR</h2></u>
Guayasamín


Sería un error pensar que con el lanzamiento de la nueva emisora de televisión latinoamericana, Telesur, va a comenzar a existir nuestra cultura continental. Esa cultura ya existe, es una de las más ricas y vigorosas del mundo moderno y también una de las más dinámicas

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Por William Ospina
Sábado 30 julio 2005

No se trata sólo de que los restaurantes de comida mexicana o peruana, cubana o colombiana, abunden cada vez más en Estados Unidos o en Europa; de que los tangos argentinos, los pasillos ecuatorianos, los sones cubanos, los boleros caribeños, los vallenatos colombianos, la cumbia y el mambo y la salsa se hayan tomado los salones del mundo; de que la literatura de Juan Rulfo o de Carlos Fuentes, de García Márquez o de Vargas Llosa, de Neruda o de Jorge Luis Borges, esté entre las más leídas del planeta, sino que en todos los espacios de la creatividad popular: la música, la danza, el teatro, las artes plásticas, la narración oral, la fotografía, el cine, la América Latina, que yo prefiero llamar América Mestiza para no sesgar de un modo demasiado europeo nuestra definición, para que quepan en ella los pueblos indígenas y los pueblos de origen africano, es un continente lleno de vida, de pasión, de imaginación y de lenguajes originales.

Esa cultura ha crecido en medio de dificultades y de grandes choques históricos. De la fusión de las lenguas castellana y portuguesa con la sensibilidad de los pueblos nativos surgieron las literaturas mestizas y mulatas de García Márquez, de Jorge Amado, de Luis Palés Matos. De la fusión de los mitos cristianos con el culto a las divinidades de África nacieron el vudú y la santería cubana. Somos pueblos de sangres mezcladas, de religiones sincréticas, de culturas mixtas, de lenguas mestizas; y esa cósmica profusión de sangres, de símbolos, de músicas, de leyendas, de ritmos, está pasando de la incandescencia creadora a la conciencia de sí misma. Es un momento importantísimo de nuestra cultura, que no debemos mirar como un fenómeno exclusivamente político, aunque, por supuesto, la política es uno de sus componentes.

Durante demasiado tiempo la América Mestiza creció agobiada por el peso de la tradición colonial. Quisimos demasiado a Europa, veneramos demasiado sus artes y sus religiones, sus ciencias y sus filosofías. Eso tal vez era necesario, porque esos modelos de belleza, ese sentimiento de lo sagrado, esa sed de conocimiento y esa búsqueda del sentido también nos pertenecen. Pero la fuerza intimidatoria de tanto poder militar, de tanta elocuencia, de tanta elegancia, de tanta arrogancia, nos obligaron a postergar nuestro reconocimiento pleno: la búsqueda de esos otros ríos, los ríos profundos de que hablaba Arguedas, que nos dan nuestra originalidad en el contexto de las naciones marcadas por Europa.

Tenemos que mirarlo todo de nuevo. Mitos, sueños, leyendas, lenguas, músicas. Objetos a la vez artísticos y religiosos como la deslumbrante orfebrería de zenúes y quimbayas, de tayronas y nariños. La infinita capacidad de nuestros pueblos para tomar elementos de sus fuentes culturales y darles un viraje creador. Así el arpa dejó de ser lo que era en manos del rey David o del bardo Ossian, para modular la voz de ráfaga de las sabanas del Orinoco; así la guitarra enardecida de los andaluces se cargó de melancolía y de sencillez andina; así el acordeón de los alemanes se hizo narrativo y pícaro en manos de los virtuosos vallenatos.

Pero la aparición de este nuevo instrumento de la cultura latinoamericana, Telesur, sí representa la promesa de una nueva época en el desarrollo de nuestro espíritu continental. La promesa de un diálogo más fluido, de una más sistemática exploración de nuestras fuentes; la oportunidad de un relato continental rico en voces y en perspectivas; una inmersión en la historia olvidada de nuestros pueblos, esa mina de oro escondida, llena de argumentos y de caracteres, de rebeliones y de traiciones desmesuradas, de crímenes terribles y de heroísmos sublimes.

Es también la posibilidad de arrojar una mirada sensitiva y clarividente sobre la naturaleza del continente, y ante todo sobre este mundo equinoccial: el más grande tesoro que le queda a la humanidad, y que no podemos permitir que sea desperdiciado ni arrasado por la voracidad sin perspectiva del lucro ni por la el cálculo insensible de los mercados. Una nueva posibilidad para avanzar en el descubrimiento de nosotros mismos y en la construcción de un lenguaje compartido que nos permita dialogar con el mundo; establecer un nuevo intercambio con Asia, de donde acaso vino nuestra sabiduría; con Europa, de donde tal vez vino nuestro conocimiento; con África, de donde llegaron sin duda nuestro ritmo y nuestra alegría.

El nacimiento de Telesur es una gran promesa y un gran desafío. El desafío de demostrar que no somos un continente de consignas gastadas y de enfrentamientos mezquinos sino un mundo de imaginación y de lenguaje. El desafío de demostrar que somos capaces de crear nuevos paradigmas y de hacer del conocimiento y de la belleza, de la generosidad y de la sensibilidad la gran respuesta de los pueblos a la codicia de los poderosos y a la barbarie de los traficantes de la muerte. Una nueva época de nuestra cultura podría estar comenzando, pero para ello, como bien lo intuyen los impulsores de este proyecto continental, hay que superar la mayor limitación de los medios audiovisuales, la de ser cauces de una sola vía, que hablan para consumidores pasivos y nunca establecen canales de intercambio.

Lo que hace que la televisión sea tan poderosa para influenciar la conducta inmediata pero tan débil para dejar huellas pedagógicas profundas, es su fascinación por la publicidad y por el espectáculo
. Si las emisiones de una sola vía fueran poderosas pedagógicamente, todos los televidentes contemporáneos serían verdaderos eruditos: expertos en biología y en tecnología, en humanidades y en historia. La paradójica verdad es que a la televisión de hoy se le pueden dedicar estos versos de Borges sobre los espejos: "Todo sucede y nada se recuerda/ en esos gabinetes cristalinos". A diferencia de lo que recibe de los libros, que dejan una huella tan profunda, la humanidad recibe la avalancha de información que surten las pantallas, pero casi no recuerda nada. Es tan frágil la capacidad de la televisión para influenciar profundamente las conciencias, que si un gran producto de la sociedad industrial dejara de promoverse, en poco tiempo sus ventas caerían de un modo dramático. No hay publicista que ignore que el secreto de la publicidad es la frecuencia, no desaparecer de la percepción.

El proyecto de Telesur es informar, educar y entretener, y su camino más lúcido debería ser no separar demasiado esas cosas. Hay que intentar que la información eduque, que la educación entretenga, que el entretenimiento informe, y que esas funciones se cumplan a través de un diálogo original con los receptores.

Qué gran desafío para la imaginación, no contrariar sólo los esquemas mentales de la sociedad contemporánea sino su manera misma de actuar. No hacer televisión de consumo sino televisión de intercambio. No persistir en los hábitos de la sociedad de consumo, que nos eternizan a todos en la pasividad, sino luchar por una sociedad de imaginación y de creación. Esa aspiración no sólo justificaría este sueño, sino que pondría a prueba la originalidad de la América Mestiza.