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MIRANDO AL SUR - augusto alvarado

patagonia


EL PERITO MORENO

<hr><h2><u>EL PERITO MORENO</h2></u> No para dar por pensado,
sino para dar en qué pensar

Agenda de Reflexión - Nº 288

Año III, Buenos Aires, martes 31 de mayo de 2005

[Investigación biográfica de www.paleonet.com.ar]

El 31 de mayo de 1852 nació en Buenos Aires Francisco Pascasio Moreno. A los 20 años creó, en colaboración con un grupo de ingenieros, la Sociedad Científica Argentina. A los 21 realizó su primer viaje al sur, llegando a Carmen de Patagones. A los 22 emprendió una segunda excursión que lo llevó hasta la desembocadura del río Santa Cruz. Al año siguiente, con medios del gobierno de la provincia de Buenos Aires y de la Sociedad Científica Argentina, remontó el Río Negro y se convirtió en el primer argentino en llegar hasta el lago Nahuel Huapi. En 1879 exploró nuevamente la desembocadura del río Santa Cruz y, siguiendo los pasos que había realizado casi cincuenta años antes Charles Darwin, lo remontó hasta las nacientes cordilleranas. Fue prisionero de los aborígenes pero logró huir, salvando así su vida. No obstante esta experiencia, continuó firme su actitud de “humanizar” las relaciones del país con los aborígenes, exigiendo la necesidad imperiosa de dar tierras y construir escuelas para éstos, en un total desacuerdo con los métodos que se empleaban para supuestamente “civilizarlos” (o más bien exterminarlos).

Desde muy temprana edad había comenzado a recolectar restos fósiles y piezas arqueológicas en los extensos campos de sus padres, y tras uno y otro viaje reunió la importante colección que en 1877 donó, junto con su biblioteca, a la provincia de Buenos Aires. Dicha colección dio origen al surgimiento de una de las instituciones científicas más destacadas del país y de gran prestigio mundial: el Museo de Historia Natural de La Plata. Moreno dirigió la construcción del edificio y la distribución de los materiales de exhibición de acuerdo a un plan que había concebido en base a las ideas darwinistas. Fue director vitalicio del museo hasta 1906, cuando renunció por estar en desacuerdo con la incorporación de la entidad a la Universidad de La Plata. Durante los años en que Moreno estuvo al frente del museo se incorporaron al mismo numerosos naturalistas extranjeros que realizaron expediciones, organizaron los diferentes departamentos y publicaron sus trabajos en los Anales y la Revista del Museo de La Plata. Para 1896 ya era reconocido internacionalmente por sus estudios y exploraciones, y considerado como toda una autoridad suprema en lo referente a la geografía nacional.

En 1897 fue nombrado perito argentino en los conflictos limítrofes con Chile. Cumplida con la misión que le había sido encomendada, viajó por entonces a Londres, pues la corona británica era mediadora en el conflicto suscitado. El tratado de 1881 establecía como frontera las cumbres divisorias de aguas, pero la demarcación efectiva estaba sometida al arbitraje británico. En pocos meses Moreno preparó su obra Frontera argentino-chilena, una notable síntesis de la geografía de las fronteras de nuestro país, que presentó ante la reina de Inglaterra.

Con motivo de su ardua labor recibió en 1902 la Medalla del rey Jorge IV. La Universidad de Córdoba lo nombró doctor honoris causa y también prestigiosas universidades extranjeras le otorgaron numerosos reconocimientos. Ese mismo año el perito Moreno realizó un nuevo viaje al sur con el objetivo de controlar a los encargados de instalar los hitos fronterizos. En 1903 donó a la nación tres leguas aledañas al lago Nahuel Huapi, que le habían sido entregadas por el gobierno en reconocimiento del deber cumplido, con el firme propósito de crear el primer Parque Nacional.

En 1912 el incansable explorador llevó a cabo su último viaje a la Patagonia para acompañar al presidente norteamericano Teodoro Roosevelt. En 1913 presidió el Consejo Nacional de Educación y entre 1910 y 1913 fue diputado nacional. Desde este último cargo impulsó una legislación para promover los estudios científicos.
Entre sus principales obras pueden citarse: Viaje a la Patagonia Septentrional y las Notas preliminares sobre una excursión a los territorios de Neuquén, Río Negro, Chubut y Santa Cruz. También produjo importantes conferencias como El estudio del hombre americano y Patagonia, resto de un continente desaparecido.
Falleció a los 67 años en la madrugada del 22 de noviembre de 1919 en la total pobreza. En 1944 sus restos fueron trasladados a la isla Centinela, en el lago Nahuel Huapi, donde descansan hasta el presente. En la actualidad el Museo de la Patagonia situado en el Centro Cívico de la ciudad de San Carlos de Bariloche y el fabuloso glaciar del Lago Argentino que él descubrió llevan su nombre.


LA GUERRA COMO NEGOCIO PRIVADO

Por Roberto Bardini
Bambú Press
- México - 24 de abril de 2005

En la mañana del 21 de abril de 1918, Manfred von Richthofen, as de la aviación alemana conocido como el Barón Rojo, cae abatido en Vaux-sur-Somme (Francia). El aristócrata prusiano ha derribado 80 aeroplanos, el récord más alto de la Primera Guerra Mundial. Admirado por camaradas, adversarios e historiadores, se le considera un 'caballero del aire'. Al morir, le falta un mes para cumplir 26 años.

Cuando el avión de Von Richthofen se precipita, un compatriota avanza cuerpo a tierra en suelo francés, en la primera línea de fuego. Se trata del teniente Ernst Jünger, de sólo 23 años, jefe de un grupo de choque. En su mochila, lleva libros de Nietzche y Schopenhauer. El joven oficial bate otro récord: resulta herido 14 veces. Por su valor, es condecorado con la Cruz de Hierro y la Orden al Mérito, la más alta distinción del ejército alemán, creada por el emperador Federico II. Jünger también participará en la Segunda Guerra Mundial y morirá apaciblemente en 1998, a los 102 años de edad, dejando una gran obra literaria. En Tempestades de Acero, el 'filósofo guerrero' relata: "La guerra nos había arrebatado como una borrachera. Habíamos partido hacía el frente bajo una lluvia de flores, en una embriagada atmósfera de rosas y sangre. Ella, la guerra, era la que había de aportarnos aquello, las cosas grandes, viriles, espléndidas. La guerra nos parecía un lance viril, un alegre concurso de tiro celebrado sobre floridas praderas y la sangre era rocío".

Antes de enrolarse, a los 18 años, Jünger se había fugado de la casa paterna para incorporarse a la Legión Extranjera Francesa. El futuro escritor permaneció poco tiempo en un cuartel de Sidi Bel Abbès (Argelia) y, a pedido de su padre, regresó a Alemania para continuar sus estudios. Su novela Juegos Africanos es resultado de esa experiencia.

Algunos intelectuales de renombre pasaron por la Legión en algún momento de sus vidas. Entre ellos se cuentan el dramaturgo francés Jean Genet, creador del 'teatro del absurdo', y el escritor de origen húngaro Arthur Koestler, autor de El Cero y el Infinito. También el abogado y periodista estadunidense Joseph Pulitzer, cuyo nombre identifica al premio anual que se otorga a profesionales destacados, fue en su juventud un soldado de fortuna.

Pero los tiempos cambian. La Legión Extranjera fue perdiendo aquel halo de romántica aventura y se transformó en una rama profesional del ejército francés, con altos niveles de exigencia. Hoy, los legionarios participan fundamentalmente como cascos azules en las misiones de paz de la Organización de Naciones Unidas.

Sin embargo, aún existen soldados de fortuna repartidos en varios países del mundo. No los guían ni el heroísmo ni la búsqueda de gloria, sino los altos salarios en dólares. Sus jefes no se parecen al barón Manfred von Richthofen ni a Ernst Jünger; son gerentes y ejecutivos que se benefician de una nueva modalidad: la 'privatización' de la guerra, sobre todo si es una guerra sucia.

Extremadamente bien pagados

Barry Landoex, productor del programa 60 Minutos, de la CBS, los llama 'la hermandad de los extremadamente bien pagados'. Son mercenarios que trabajan para empresas de seguridad privada y están en alrededor de 50 países, fundamentalmente en los Balcanes, Medio Oriente, Africa Central y el Sudeste asiático. Estas compañías, dirigidas por altos oficiales retirados del ejército, también tienen contratos con Colombia y Guatemala.

Las firmas privadas estadounidenses, británicas e israelíes ofrecen una amplia gama de servicios: seguridad a corporaciones multinacionales petroleras y mineras, entrenamiento a soldados y policías locales, tareas logísticas, protección personal, distribución de correo y alimentos.

"En los últimos años, han operado mercenarios en Liberia, Pakistán, Ruanda y Bosnia. Protegen al presidente de Afganistán, Hamid Karzai, construyeron el centro de detención en Guantánamo (Cuba) para supuestos miembros de Al Qaeda y son una pieza clave de la guerra contra la droga en Latinoamérica", escribió Barry Yeoman en la edición mayo-junio de 2003 de la revista Mother Jones.

La 'privatización' de la guerra ofrece una considerable ventaja al gobierno de Estados Unidos: cuando las víctimas -y han sido varias- pertenecen las compañías contratistas no se incluyen en el recuento militar oficial.

Soluciones globales

Según The New York Times, Gran Bretaña posee el mayor número de organizaciones mercenarias que operan contratos valuados en mas de 150 millones de dólares.

Pero sin duda Estados Unidos cuenta con la más importante de estas empresas: Blackwater Corp. "Tenemos una presencia global y ofrecemos entrenamiento y soluciones tácticas para el siglo 21... Entre nuestros clientes figuran agencias policiales federales, el Departamento de Defensa, el Departamento de Estado, el Departamento de Transporte, entidades locales y federales de todo el país, corporaciones multinacionales y países amigos de todo el mundo", dice la página web de la empresa.

Blackwater, fundada en 1997, creció gracias a contratos del Pentágono. Tiene su sede en Carolina del Norte y posee oficinas en McLean (Virginia), cerca del cuartel general de la CIA.

En el 2002 la compañía obtuvo un contrato de cinco años con la marina por más de 35 millones de dólares para capacitar personal en tareas de 'protección, seguridad para abordar buques, técnicas de búsqueda y encautamiento, y misiones de vigilancia'.

Otra compañía privada es Military Professional Resources Inc (MPRI), con sede en Virginia. Su publicidad asegura que puede movilizar 12.500 ex combatientes. Sus elementos entrenan soldados en Kuwait y Sudáfrica. Al frente de MPRI está el general retirado Carl Vuono, ex jefe del estado mayor del ejército durante la invasión a Panamá y la guerra del Golfo Pérsico.

La firma Global Risk tenía a mil cien hombres en Irak. Ocupaba el sexto lugar entre las potencias de la coalición invasora, ubicada entre Italia y España.

Ganancias millonarias

Doce años atrás, la proporción en cualquier lugar del mundo entre 'contratistas' y soldados era de uno a cien. Actualmente se estima que sólo en Irak podría haber un 'contratista' por cada seis o diez
soldados.

Para mejorar su imagen pública, una docena de corporaciones militares privadas unieron fuerzas en la llamada Asociación Internacional para las Operaciones de Paz. Su director, Doug Brooks, asegura no se trata de despistar ni de lavar la cara a las polémicas empresas. 'La paz y la estabilidad son siempre más rentables que las guerras', afirma Brooks. 'Pero las guerras existen, y nosotros salimos al encuentro de unas
necesidades que están ahí'.

Peter Singer, analista del centro de estudios Brookings Institution y autor del libro Corporate Warriors, afirma que estas compañías generan en todo el mundo negocios por cien mil millones de dólares.

Hoy, una tercera parte de las funciones del Ejército de Estados Unidos está en manos privadas, incluyendo el manejo y mantenimiento del avión presidencial Air Force One. Se cree que el gobierno de George W. Bush aspira a repartir el pastel bélico entre 'contratistas', hasta dejar la proporción en mitad y mitad.

En la modalidad de las guerras actuales, ni el barón Manfred Von Richthofen ni el 'filósofo guerrero' Ernst Jünger tendrían lugar en las filas de ningún ejército. El patriotismo, la caballerosidad y la elegancia fueron sustituidas por el marketing, los subcontratos y la tercerización.


TIERRA DEL FUEGO

<hr><h2><u>TIERRA DEL FUEGO</h2></u> Poema de J. G. Cobo Borda

Posted by Milodon City - Saturday, January 01, 2005

También aquí,
donde los castores desvían el curso de los ríos
y los guanacos miran con esbelta tristeza,
ha surgido la vieja voz envolviéndome en vagos sueños.
En esta tierra seca donde los grandes lagos escarchados
inician su deshielo y las avutardas, siempre en pareja,
gris el macho, marrón la hembra,
picotean el suelo, algo irreprimible
me ha obligado de nuevo
a tratar de decir la vida
con palabras insuficientes.
A pensar en la blanca euforia de la nieve
y en el caparazón rosa de las centollas
cambiando de color a medida que cambia
el día incierto.
Cuántos años, cuánto tiempo,
sin más ley, que la ineluctable
que rige las mareas.
Que la de los bosques de lenga
envueltos en su barba verde,
muriendo y renaciendo
incluso antes de la llegada
del hombre a la Tierra.
Por tal razón trabajo los vocablos
que deben introducirse
en algún remoto pecho
omo quien miles de años después
recoge un pedazo de vidrio
golpeado hasta conformar una punta de flecha,
o como quien derriba todo un árbol
para extraer de su tronco, ya pulido y desbastado,
apenas un arco matemáticamente perfecto.
Que me sea dada la paciencia
con que la estalactita
elabora su cuchillo transparente
o la tenacidad con que el albatros
viaja 20.000 kilómetros
desde las Canarias hasta esta América.
Me pregunto, entonces,
si nuestra tarea podrá hallar tales
equivalencias.
Sin embargo en éste,
el lugar más austral del planeta, donde los continentes a la deriva
parecen concluir su errante viaje por la Tierra,
algo que aún no sé nombrar te advierte sin remedio.
Poesía, fatalidad del instinto
reconociendo su cría
entre los centenares de miles
de ese rebaño que bala y se atropella.
Desaparecen los últimos onas
en medio de la peste del progreso
y se esfuma el recuerdo de los anarquistas
grabando en un fósforo, y desde su celda,
himnos de independencia,
pero del mismo modo,
con la misma minuciosidad estéril,
enciendo en la alta noche
los extraños fuegos
para que los perdidos navegantes
a punto de naufragar
(como don Hernando de Magallanes)
encuentren su rumbo
y sigan viaje en pos de su presa.
Esa voluble, frágil y sonámbula quimera
tras de la cual los hombres viajan
y luego desaparecen
.


Y LLEGARON HUYENDO ...

<hr><u><h2>Y LLEGARON HUYENDO ...</h2></u> Por Pavel Oyarzún Díaz

Comisión Bicentenario - Revisitando Chile: identidades, mitos e historias

Punta Arenas, 15 de noviembre de 2002

En la noche del 9 de diciembre de 1921, doce hombres llegaban al territorio de Magallanes, tras cruzar, de a caballo, el cerro Centinela, en plena zona de Lago Argentino. Venían huyendo del infierno. Tenían precio sobre sus cabezas. Un precio muy bajo, digamos, el de un guanaco. Eran los últimos sobrevivientes de una huelga que terminaba para ellos en una derrota sin gloria. El último núcleo de anarquistas que salía huyendo de la llanura en donde habían querido fundar el paraíso en la tierra. Porque aquella huelga que declararon a los cuatro vientos, no fue una huelga más, no fue sólo por unas cuantas monedas, sino que por la revolución, por el socialismo. Eran hombres de fe, que ahora le daban cuerda a la desesperación en su escapatoria a los pies del cadalso. Parecía mentira. Sólo unas cuantas semanas antes, eran los dueños de toda la provincia de Santa Cruz, Patagonia argentina. Cruzaron la pampa fría con el credo revolucionario en la boca, buscando hermanos para la causa. Y los hombres los siguieron. Formaban grandes grupos de jinetes alzados. Y la palabra huelga se esparció por todo el territorio, en cada estancia ganadera, en los galpones de esquila y en los corrales, en cada huella de tierra, vadeando los ríos, palmo a palmo de la llanura, en kilómetros a la redonda. Y mírenlos ahora. Era de no creerlo. De todo el movimiento huelguístico sólo quedaba una cifra imprecisa de muertos, el imperio acerado de una ley marcial, y centenares de sobrevivientes que jamás volverían a rebelarse en sus vidas, tampoco lo harían sus hijos, ni los hijos de sus hijos.

Entre los escapados iba Antonio Soto Canalejo, líder máximo de la huelga. Español, de veinticuatro años de edad, nacido en El Ferrol *, en ese vértice de tierra, al noroeste de la península Ibérica, que es Galicia. El hombre más buscado de la Patagonia. El enemigo público número uno para la Liga Patriótica, la Iglesia, los estancieros y el gobierno de la provincia. Un anarquista de tomo y lomo, sin duda. Tras ellos, en la estancia La Anita, a esa misma hora, se mataba que era un gusto. La gran mayoría de los ovejeros, en la asamblea del día anterior, había decidido entregarse a las tropas del 10 de Caballería, al mando del capitán Viñas Ibarra, con la ilusión de que no haya fusilamientos. Soto Canalejo casi perdió la voz diciéndoles, más bien gritándoles a todo pulmón que debían pelear, que no era posible claudicar a esas alturas de la vida y de la muerte. Pero la suerte estaba echada. Los ovejeros votaron por la claudicación, a mano alzada. Entonces decidió largarse de allí, huir hacia Magallanes, hacia Chile. Le siguieron once de sus compañeros. Los demás, la inmensa mayoría, esperaron la entrada de los soldados. Lo hicieron en completo silencio, y en aparente calma. Luego, sólo sabrían de insultos, arreos y culatazos. Más tarde, sabrían de fosas abiertas por sus propias manos, tomas de distancia, ubicación en el punto de mira, órdenes de fuego, llegada de proyectiles. Todo muy rápido. Y todo era cierto, porque las balas de los Máuser no mienten. Aún así, permanecían impávidos, silentes hasta la médula. No intentaron nada. Ni siquiera lloraban. Parecía que no creyeran lo que les estaba pasando. Que sólo se trataba de un sueño protervo. Tal como si no se dieran cuenta de que eso y no otra cosa era la muerte.

Llegando así, como llegó Antonio Soto Canalejo a Magallanes, cumplía, sin saberlo quizás, con una especie de ley meridional. Llegaba huyendo. Y a estas tierras hacía ya varias décadas que los hombres llegaban huyendo o a cumplir una condena indecible. Escapados del hambre, de la guerra, de los estragos de la existencia, de la miseria congénita, de la mala fortuna, de lo que sea. Qué se puede ir a buscar al fin del mundo, si no es acaso borrar el pasado de una plumada, a golpes de viento; intentar ser otro, inventarse una vida. No obstante aquello, el gallego Soto era el más derrotado de los que llegaron al territorio magallánico, porque venía huyendo de una derrota total, que lo desbordaba, que la hacía inmensurable. Era una fe derribada. Un intento de revolución caído a pedazos, y en cuyo derrumbe había hombres, centenares de hombres habitando esos pequeños abismos que son las fosas, y sin embargo insondables en sus tinieblas duras, donde yacían con sus ojos y bocas, y con sus corazones pacíficos después de todo, tapiados por la tierra más fría del mundo, a escasa profundidad, pero para siempre. Aunque le hubiesen dicho al gallego Soto que los anarquistas eran borrados del mapa en todas partes; que la década de 1920 era la década destinada para los golpes finales a los anarcosindicalistas en Estados Unidos, en Europa, en América del Sur, esto no habría servido de consuelo para él, no habría abrevado en aquella fuente la sed de su angustia. Era un hombre joven, creía en la revolución. Era un anarquista, y por lo tanto, sabía que lo posible no es digno de fe; entonces, pedía lo imposible. Se le iba la vida en ello.

A pesar de la ceguera que provoca una fuga desesperada, Antonio Soto Canalejo y sus compañeros creían llegar a una buena tierra para su causa. En Magallanes no sólo salvarían el pellejo, sino que además encontrarían hermanos que pondrían sus vidas en la misma balanza. Y esa era la pura y santa verdad, como se dice. El territorio austral, el último en ser anexado al Estado de Chile en el continente, tan solo sesenta y ocho años antes, y a duras penas, vio crecer, como una planta extraña, la idea anarquista, que dio pábulo a la Federación Obrera de Magallanes, la organización sindical más poderosa de la que se tenga memoria en el cono sur americano. Más aguda y más audaz en su ideario que la misma Federación Obrera de Chile, fundada por Luis Emilio Recabarren, en el norte del país, en 1909. Fue algo estrambótico, realmente. Hombres que se reunían y conspiraban como podían, bajo los preceptos de la revolución social, del fin del capitalismo, del hombre nuevo. Era una locura. Un crisol de voluntades revolucionarias, que le declaró la guerra al Estado, a la Iglesia, a los reyezuelos de la industria ganadera, a los santos, los profetas, los poderosos. Pero no sabían nada de táctica y estrategia. Querían dar una guerra al Capital con unos cuantos revólveres Smith & Wesson. Y los amos de esta tierra, que en la Europa de donde salieron no habrían pasado de ser fundadores de una nobleza de opereta, príncipes enanos a fin de cuentas, recogieron el guante, y dieron con ellos en la caterva, les hicieron morder el polvo y la sangre. Se les adelantaron. Veían un poco más. Les bastó con un par de asonadas de tropas y policías, para dar por finalizada la época de las huelgas, los episodios de la subversión. En unas cuantos días terminaron con esa pequeña Comuna de París que fue Puerto Natales, en enero de 1919, y le bastaron algunas horas más de la madrugada del 27 de julio de 1920, para reducir a cenizas el local de la Federación Obrera en Punta Arenas. Así cayeron, entre las paredes y vigas calcinadas de la sede sindical, las intenciones de hacer de Magallanes un territorio liberado, una república popular o algo por el estilo. Luego, las persecuciones pertinentes, los encarcelamientos necesarios, las torturas a tiempo, los fondeos de hombres todavía con vida en las aguas del famoso estrecho de Magallanes, la recuperación del orden público, el imperio de la obediencia, el dictamen de las buenas intenciones. Y entonces las personas de bien, pudieron, por fin, respirar tranquilos en los salones, en los templos de culto, en los cuarteles.

Los fugitivos llegaban un año y medio tarde, y eso era mucho tiempo, para una causa urgente como la anarquista. Salvaron la vida, por cierto; pero cayeron directo a una tierra apagada para la revolución. Para el gallego Soto, comenzó otra historia. Tuvo que permanecer oculto, luego salir de polizón hacia el norte de Chile. Él quería regresarse cuanto antes a las llanuras de Santa Cruz. Quería continuar la batalla, tal como aquella tarde del 7 de diciembre fatídico, cuando le clamaba a sus compañeros que se fueran con él a los montes, y desde allí continuar con su guerra proletaria. No sabía bien si de guerrillas o de qué tipo, pero seguir en la contienda, como hombre bravío que era. Se quedó sin regresar, hasta diez años después, y eso ya eran siglos. Volvió a la provincia de Santa Cruz, que una vez fue su suya - es un decir- fue su propio y humilde Palacio de Invierno. Pero llegó a otra historia, a otro tiempo. No le reconocieron. Fue negado cien veces. No había memoria entre su gente, solo había miedo en grandes cantidades.

Ahora, escribo esto a unos cuantos años de que se cumplan un siglo de ocurridos los hechos. Un poco más de veinte años, y veinte años no es nada. Confieso que lo hago con la displicencia que da el tiempo transcurrido. Aún así ajusto mi sombra a este fragmento de historia de la Patagonia. Lo hago porque siento que se trata de un episodio trunco, inacabado. Quizás como lo son todos los episodios que protagonizan los hombres. Sólo a los dioses les son destinadas, en las escrituras, escenas resueltas de verdad, porque se imaginan eternas. Sin embargo, en nada cuenta que a mí los dioses me parezcan absurdos, porque en la historia de la muerte son imbatibles. Más sigo el hilo de este breve episodio patagónico, porque me atañe directamente. Después de todo, he nacido aquí, en el confín de la Tierra, donde tuvieron lugar estos hechos. Le podría dar, con cierta ayuda, un orden cronológico bastante exacto, establecer una secuencia, pormenorizar a diestra y siniestra, pero me seguiría pareciendo que le falta algo; no sé, tal como decía Goethe acerca de la historia de Napoleón, y uso estas palabras sólo como referencia; sentimos como si debiera haber en ella algo más, pero no sabemos qué. Fin de la cita. Y es tal cual con respecto a este jirón de tiempo, al derrotero de este hombre indócil, que vio un día arder todo el mundo a su alrededor. La historia de Antonio Soto Canalejo se me antoja inconclusa para él y para todos los que intentaron llegar al paraíso en la tierra, declarando la huelga general y a lomos de caballos. Quizás faltó en la Patagonia de aquellos hombres algo de ferocidad insurrecta, de instinto homicida, de esa transmutación cruenta que hace a los hombres pasar de víctimas a victimarios. No sabría decirlo. Ahora todo sería conjeturas, cálculo de probabilidades, estrategias de salón. No pienso caer en esa impudicia. Sólo me resta afirmar, y corro el riesgo de la aventura, que cuando Antonio Soto Canalejo y sus compañeros llegaron al territorio de Magallanes, con toda su bravura a cuestas, en este rincón austral, la siempre frágil llama de la rebeldía popular ya estaba apagada por completo, ya había caído en la cuenta del miedo pánico, ya la Idea de los anarquistas estaba sepultada bajo siete palmos de olvido puro; es decir, tierra muerta; y que desde entonces, en Magallanes, o más preciso que eso aún, en la Patagonia, la domesticación de los hombres, hasta nuestros días, es un hecho objetivo. Desde entonces, salvo las excepciones de rigor, mansedumbre, obediencia ciega, mirada ovejuna. Basta con decir que el mismo Antonio Soto Canalejo dejó sus huesos en la ciudad de Punta Arenas, no sin antes convertirse, con los años, en un ciudadano correcto, con nombre y domicilio conocidos, en un padre de familia ejemplar. Nada que agregar.

* El Ferrol, la misma localidad española en la que nació, en 1892, alguien a quien, Soto Canalejo habría conocido en sus años de infancia: Francisco Franco.