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MIRANDO AL SUR - augusto alvarado


LA DESAPARICIÓN DE LOS ISÓMEROS (Parte 2)

<h2><hr><u>LA DESAPARICIÓN DE LOS ISÓMEROS (Parte 2)</h2></u> Por Enrique Zorrilla Concha

En esas tierras ya no existen sobrevivientes de los grupos indígenas que las habitaron hasta hace muy poco. Todos han muerto. Para ver un ejemplar de Patagón o Yagán hay que ir a admirarlo en el bronce erigido a Magallanes en la plaza de Punta Arenas o bien ir a incursionar en el pequeño, muy interesante pero poco lucido Museo Salesiano. Abierto para todos los visitantes y sin la vigilancia que merecen sus tesoros, yacen amontonadas una de las más ricas colecciones autóctonas americanas. Ese pequeño museo es todo un drama de nuestra civilización. Pueblos nómades y selváticos, como sus lejanos primos los hurones e iroqueses u otras tribus del Canadá y EE.UU., o del Caribe y Amazonia, se habían acostumbrado a vivir desnudos en esas inhóspitas regiones. Pero de poco les había servido su fortaleza. Con la llegada del blanco, nuevas condiciones ambientales les habían destruido y exterminado. Al parecer, la naturaleza se complace en deshacerse de sus propias creaciones y las hace sucumbir al contacto de otras más evolucionadas en un proceso infinito de renovación. Pero esta vez la tragedia tuvo proporciones tremendas. No sólo habían desaparecido los aborígenes sino que su muerte había arrastrado al fracaso a uno de los más hermosos sueños de fraternidad. Los relatos, las pruebas y aún las fotografías, estaban allí para demostrar el fracaso de las tentativas civilizadoras laicas y religiosas. Seguramente, con un estetoscopio, habríanse hallado sobre los utensilios indígenas del museo la presencia del virus mortífero. Yo tenía en forma retrospectiva ante mi vista los testimonios irrefutables de la reciente catástrofe. Atraído por una foto que colgaba de una pared, me topé con la cara de uno de los últimos sobrevivientes. No me olvidaré jamás. Dentro de las grandes órbitas se hallaba expresada la más honda de las inexpresiones.
¿Por qué tal injusticia? ¿Por qué? Me fue imposible comprenderlo esa noche. Pero en la mañana temprano obró mi intuición, y me fui al aeródromo donde presenté la carta que me había dado el comandante en jefe de la aviación chilena para volar sobre la región.
Dos jóvenes oficiales me estrecharon la mano y me convidaron de inmediato a hacer el vuelo. Pero antes me pasaron el formulario usual en esta clase de vuelos para deslindar cualquier responsabilidad. Me aprontaba a firmar esa acta banal, semidistraido, cuando sentí clavada en mi persona la vista de los dos pilotos ya enfundados en sus overoles nylon azul marino y me pareció que estaban pendientes de mi decisión de firmar. Envuelto en mis recuerdos y evocaciones, me turbé por completo. Yo necesitaba saber a qué atenerme con respecto a la desaparición de los aborígenes y creía que el paso más directo sería alcanzar la zona de la isla Ambarino, donde podría compenetrarme del tremendo y casual asesinato en masa perpetrado por nuestra civilización en aras de sus eternas ilusiones de fe, poder, dinero, trabajo y seguridad. Los actuales habitantes de la región, me daba cuenta, parecían estar siempre bajo el peso de una gran culpa oculta y ahora la intranquilidad de los dos pilotos confirmaba mis presentimientos. No se trata, por cierto, de obligarme a asumir mi responsabilidad en el vuelo. Se trataba de hacerme asumir una culpabilidad, hacerme compartir, y seguramente para diluirlo hasta el olvido, un gran crimen. Mis cavilaciones y demoras parecían atormentar a los pilotos. Si no firmaba, mi vuelo sería cancelado. En caso contrario, mi decisión sería inapelable. Yo he creído siempre en la solidaridad de los hombres y en la continuidad de las generaciones. Y fue así como después de pensarlo, accedí a firmar y compartir también en nombre de la civilización, su enorme error.
El viento tronaba afuera y sacudía el bimotor como una hojarasca. Pero adentro, la temperatura era tibia. Un largo calentamiento del motor y una cuidadosa inspección del tablero precedió al despegue. Salimos al encuentro del viento y en un instante volábamos en la luminosidad naciente de la mañana. Dejamos los techos rojos de Punta Arenas, enfilamos al Estrecho, pasamos sobre Puerto Hambre en dirección a la isla Dawson. A esa altura, formaciones de grandes nubes grises empezaron a interferir nuestra marcha. Alcanzamos los ventisqueros siniestros de la cordillera de Darwin. Siglos y siglos pasaban en un instante. Ahora, los fiordos se ofrecían a mi vista, la isla Hoste, los canales fueguinos. Uno de los pilotos dio vuelta la cabeza y me hizo una señal con el guante. Habíamos llegado.
Estaba en el Beagle, el gran canal inmortalizado por el velero de Fitz Roy, flanqueado por las crestas nevadas de la Tierra del Fuego y las elevaciones boscosas de la isla Ambarino. Fitz Roy hubiera podido reconocer los parajes y ubicarse en el laberinto de costas sin playas, pero hubiera quedado desconcertado por el silencio y la ausencia de los indios. Sus fuegos estaban definitivamente extintos. Era imposible poder encontrar un solo indicio de su presencia a no ser por algunos antiguos conchales desparramados.
Pero me había propuesto obtener una respuesta. Inclinado sobre embarcaciones, juguetes de las olas, interrogaba vanamente al mar. Yo sabía que era inútil y también ridículo mortificarse por seres que Darwin consideró abyectos y miserables, pero seguía buscando en los conchales mortecinos y en los huesos de ballenas varadas. Atravesaba turberas pantanosas, salvando los árboles caídos y remontaba al nivel de los árboles grandes entre la selva casi impenetrable e insospechadamente feraz en algunos puntos. Seguía interrogando a los árboles retorcidos, envueltos en sus mortajas de musgo verdoso. En el silencio de la selva sólo se lamentaba el viento y se retorcían los árboles. De repente, pude oír el golpeteo de un pájaro carpintero. Hay en esos bosques una ausencia extraña de vida animal. Los reptiles son desconocidos. No hay pumas, zorros, liebres, sino en el continente. Quizá algún huemul. La creencia de estos pueblos era que los hombres una vez muertos, vale decir sus almas, se transformaban en montes y árboles. Para creerlo, basta oír el viento que se lamenta en esas selvas y ver cómo se retuercen de desesperación los árboles y sentir cómo las olas golpean con sus puños los cascos de las embarcaciones.

Fragmento de “América destemplada”, Editorial Andina, Buenos Aires, 1967. Págs. 53 a 55.

1 comentario

Raimundo Vargas -

Me cautivo el articulo, y tambien me hace sentir lo perveso que es el hombre. El estado chileno debiera hacer tambien un mea culpa de estos sucesos.
El dolor que producen estos acontecimientos de nuestra historia, no hacen mas que seguir sorprendiendonos a los extremos que llegamos.

Felicitaciones por la publicacion.

Raimundo Vargas N.
Ingeniero Geomensor