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MIRANDO AL SUR - augusto alvarado


CHILOÉ

<hr><h2><u>CHILOÉ</h2></u> Por Enrique Zorrilla (*)

Pero los hispanos no volverían al Estrecho sino más tarde con Pedro Sarmiento de Gamboa. Entretanto, se limitaron en diseminar sus núcleos civilizadores hacia el interior de Chiloé, al abrigo del cinturón de islas y canales, haciendo suyo ese paisaje destrozado por la última glaciación del cuaternario.

Aquella fue una conquista pacífica y positiva. Los hispanos se unieron sin dificultad a los indios locales y allí, entre los vahos de los canales, las lloviznas y neblinas, el hispano terminó por perder la noción del tiempo. Si pudo dominar la tierra y el mar fue porque, además de su tenacidad y fe inquebrantable, se ligó al isleño y pudo transmitir a sus hijos, empobrecida pero no menos preciosa, la herencia cultural hispánica.

Cuarenta islas forman el complejo geográfico de Chiloé, dominado por la Isla Grande, que constituye su verdadero corazón. Al ver el mapa, pudiera creerse equivocadamente que la vida estuviera volcada hacia el mar, pero es hacia el interior abrigado donde desde hace siglos, ella se replegó. Allí, protegido de los vientos huracanados y los temporales incesantes del Pacífico, de los aguaceros terribles, Chiloé descubre sus mansas colinas verdes sembradas de papales.

A cada familia corresponde un pedazo de tierra, un puerto, un a embarcación. Las yuntas de bueyes llevan las carretas de legumbres hasta las embarcaciones y cuando vuelven se encargan de vararlas sobre las playas. Es una vida de tierra y de mar, de papas y mariscos, una vida anfibia que condiciona toda la vida y el carácter de Chiloé.

Es admirable observar la técnica chilota de navegación y la destreza con que aprovechan sus marinos los vientos contrarios, zigzagueando entre los canales.

¿Pertenecieron los changos del norte, chancos, chonos y chilotes, indios habitantes de las costas chilenas, al mismo grupo de alacalufes y yaganes? Los antropólogos no se han puesto de acuerdo pero existen suposiciones que hacen proceder a los alacalufes y yaganes de migraciones venidas desde Oceanía y Australia. En todo caso, el mismo carácter marítimo y nómade acerca de todos estos grupos que tuvieron entre ellos contactos culturales y sanguíneos. Se sabe que desde hace siglos los chilotes han emigrado hacia el Sur, obedeciendo a un atavismo de aventura y a un misterioso destino que lo empuja a poblar la América destemplada. De este modo, se han convertido en los navegantes naturales y en los pescadores de los canales y archipiélagos, ejerciendo profunda influencia sobre las agrupaciones étnicas que las habitaron y habitan. La desaparición de los chonos que desde hace siglo y medio ha dejado desierto el archipiélago que lleva su nombre, es un misterio que pertenece al fenómeno de la absorción chilota.

La vida isleña, la distancia, en suma, el aislamiento, confabularon para dar a Chiloé una originalidad geográfica y humana característica. Sobre el trasfondo indígena crecieron las familias mestizas, se levantaron de madera las ciudades, las iglesias y escuelas. La obra de aculturación hispana debió ser muy profunda. Los nuevos hispanoamericanos, esto es, los mestizos de Chiloé y España, fueron los más fieles hijos de España. No sólo contuvieron los desembarcos de corsarios que amagaron las costas chilenas sino que resistieron hasta 1826 a la misma emancipación chilena, leales a su rey, a las costumbres y lengua de España, cuyas tradiciones y arcaísmos linguísticos conservan. Posiblemente, desde el punto de vista del mestizaje, no ha ofrecido España un híbrido tan magníficamente bárbaro.

Más indio que hispano por la dosis de sangre, el empeño e iniciativa del chilote pertenece al espíritu que España modeló silenciosamente por siglos en la Isla. No tuvieron otro contacto con el mundo que con los españoles y con los corsarios holandeses, ingleses y franceses, contra quienes habían peleado de igual a igual y de los cuales llevan grandes cicatrices en la sangre.

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Una pequeña lancha a remos me llevó a Castro, cuyo pequeño promontorio de casas ha sido devastado por el fuego en innumerables ocasiones. El sol de verano hacía azular el mar y destacaba los desteñidos veleros chilotes que entraban y salían del puerto. Desembarqué y trepé arriba del muelle de madera, entre el fuerte olor a mar y las hoscas miradas chilotas. Me observaban los hombres, calados en sus chombas de lana cruda y sus boinas desteñidas. Picana en mano, una mujer puso en marcha una carreta de pequeñas ruedas de tronco, rumbo a la calle principal que trepaba hacia la colina. Recuerdos del pasado no era posible hallar. Los incendios producidos por los corsarios y el descuido de velas y ahora de cortocircuitos no habían dejado sino cenizas llevadas por el viento. Modestísimas vitrinas ofrecían buen surtido de artefactos importados. ¿Pero cómo podrían adquirirlos estos modestos leñadores y campesinos y marinos que circulaban en pequeñas carretas o pequeñas embarcaciones? Este comercio debía estar reservado a los turistas y contrabandistas ocasionales del continente chileno. Pero me olvidaba que los chilotes regresaban de sus correrías con los bolsillos repletos.

Me asomé por la campiña ondulada que se esconde detrás de Castro. Esa campiña, excesivamente explotada y subdividida, ha sufrido la desarborización implacable del hombre. En este aspecto, Chiloé hace excepción a la América destemplada y es un territorio de transición, porque si bien el sol no alcanza a hacer madurar bien los cereales, no es menos cierto que ya ilumina en verano la región y que el hombre ha dominado allí la naturaleza. Naturalmente, esa campiña de monocultivo papal, atacada por el terrible flagelo del tizón, y la pesca, no puede dar en las actuales circunstancias los recursos suficientes a los chilotes. Por una u otra razón, desde siglos, el chilote ha debido buscar fortuna en otros lugares, lo que por otra parte es la inclinación ancestral de este nómade del mar.

Ellos son los hijos de "Chilué", esto quiere decir, lugar donde allegan las gaviotas. Gente humilde y tranquila
. Empobrecidos por la fatiga agrícola, la subdivisión familiar, el virus de la papa, emigran hacia el sur, sin otra ayuda que su propia iniciativa, dejando a sus mujeres el cuidado de la casa, de los hijos, el trabajo agrícola y la fatigosa navegación. Chiloé está lleno de mujeres abandonadas, resignadas a esperar pacientemente a sus hombres que partieron sin fecha de retorno hacia lugares desconocidos. Ellas se han hecho cargo del yugo, del timón y del niño varón. Son ellas las que han convertido esos niños en los dioses perpetuadores del sexo, de la raza, de la familia. Trabajan para ellos, los miman y reverencian, sometiéndose a sus caprichos. Esos niños son los años del hogar, los perpetuadores del recuerdo paternal y del macho ausente y hacia ellos esas mujeres transfieren orgullosamente la soledad y el abandono de que han sido víctimas, mientras sus hombres, como bárbaros auténticos del norte, salieron a la aventura, sin otro recurso que su tremenda vitalidad, a conquistarse la patagonia chilena y argentina y la Tierra del Fuego.

Anfibios, con un pie en la tierra y otro en el mar, alimentados de peces, mariscos y papas, duros y sobrios, industriosos, con una vitalidad descomunal, los chilotes se han convertido en los habitantes insustituibles de las regiones destempladas, en los vikingos de las tierras australes americanas.

(*) De su libro “La América Destemplada” – Editorial Andina, Buenos Aires, 1967 – Páginas 12 a 15.

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