¿DÓNDE TE FUISTE, AMALIO?
Por Amalia
Patagonia Mía Puerto Natales Chile
Parte importante del cariño que se tiene a la ciudad en que habitamos, radica en el hecho de encontrar en ella espacios fuera de nuestro hogar al cual nos guste concurrir; son esos rincones urbanos en que nos sentimos acogidos, en confianza, en nuestra salsa, o como quiera que llamemos al hecho de considerar un lugar nuestro punto de encuentro, la segunda casa.
Sea el cafetín de la esquina, la peluquería, el puesto de diarios, o el almacén del barrio, es la sensación de llegar, saludarse con todos y gozar de algunos minutos de conversación gratis lo que hace la diferencia entre este y otros lugares que frecuentamos en la prisa cotidiana. Así, sin darnos cuenta, el mozo del café puede llegar a ser nuestro compinche, la peluquera nuestra psicoterapeuta, el suplementero nuestro cable a tierra y la señora del almacén, nuestra gran confidente a la hora de estirar el presupuesto hasta fin de mes. Nadie puede vivir sin el consuelo de saber que tiene al menos un lugarcito propio al cual llegar en confianza.
Hay lugares que marcan a fuego la existencia misma de quienes concurren a refugiarse en ellos y, de ese modo, nos encontramos con la camiseta de un club deportivo, tomando sangría en el Centro Español, jugando bingo en un club social, discutiendo de política en un café o dondequiera que nos lleven nuestras inquietudes. Es la sensación de pertenencia la que importa.
Pero ¿qué pasa cuando ese lugar irrepetible simplemente desaparece, dejándonos huérfanos de sensaciones tibias? ¿Qué pasó con los que no entienden qué hace ese hotel estilo alpino donde antes estaba el siniestrado y mítico Tres Pasos? ¿Dónde han debido aplacar su hambre quienes acostumbraban almorzar entrada, segundo, tercero y postre donde don Segundo Alvarado, que subía las viandas en una bandeja con soga? ¿A quién recurren quienes antes iban al Socorros Mutuos?
En algún momento de mi vida, conocí un lugar de esos; simplemente, se desvaneció en la bruma del puerto, como si nunca hubiese existido en esa calle ni tras esas puertas, y sólo fuese producto de una imaginación sedienta de encontrar un lugar ideal que recordar.
Estaba éste en calle Lautaro Navarro, de Punta Arenas, donde ahora hay una agencia de turismo. Había que bajar por Roca, pasando junto al quiosco ídem, doblar a la derecha en la esquina de casa Magri, cruzar unos metros en diagonal y voilá: tenía el nombre Escandinavia prolijamente escrito en el vidrio de la ventana, y era un bar restaurant de frontis angosto y techo altísimo. Al abrir la puerta, los gritos y las risas de los eternos parroquianos que atiborraban la barra al mediodía lo dejaban a uno inmerso en esa atmósfera alegre de conversación y encuentro. En el bar, preparando sangrías, agitando vainas, sacando corchos y gritando más que todos los demás juntos, estaba Amalio, su dueño. Era un español peladito, con el zezeo de la península intacto, a pesar de los muchos años de residencia que lo hacían considerarse un chileno más. Gritón y cálido, no dejaba caminar más de un par de pasos sin dar la bienvenida de corazón. A esas alturas, uno avanzaba por el pasillo de madera con el alma más reconfortada. El olor a lasagna, puchero, fabada y crema de garbanzos colmaban los sentidos y la impaciencia por probar las delicias que Luz, su esposa, había preparado en la humeantísima cocina, hacían la espera mucho más larga de lo que en verdad llegaba a ser. El comedor, separado inútilmente del griterío por una pared que no aislaba para nada del ensordecedor ruido, estaba decorado por bandadas de pajarillos de hojalata negra, cuadros con damitas chinas y espejos. Todo impecable. Se comía a cuerpo de rey y jamás se salía de allí sin haber tenido el honor de la compañía de Amalio o Luz en la mesa, en la que abundaba en pan calentito y se tomaba crema de puchero con unas cucharas grandotas y contundentes.
Nunca estuvimos seguros de cómo llegaron a Chile. Parece que fue a bordo del Winnipeg, pero no hay certeza. Lo que sí es cierto es que, un día cualquiera, decidieron que ya estaba bueno de tanto griterío, puchero y deslome. Así, vendieron el local para retirarse a descansar en un departamento en Viña del Mar, con dirección que jamás conocimos. Los habitués de toda la vida, ahora huérfanos de barra de mediodía, se fueron a gritar por un tiempo al restaurant Asturias, pero con los años fueron sutilmente desalojados, por tanto se eliminó el bar y su presencia resultó fuera de lugar. Allí les perdí la pista; como el tiempo ha pasado raudo y, por aquél entonces, muchos eran ya bastante viejos, me imagino que se encuentran juntos en algún lugar entre el aquí y el nunca jamás, con Amalio presidiendo la mesa, alzando una copa de jerez.
Ahora saben el por qué de mi nombre.
Patagonia Mía Puerto Natales Chile
Parte importante del cariño que se tiene a la ciudad en que habitamos, radica en el hecho de encontrar en ella espacios fuera de nuestro hogar al cual nos guste concurrir; son esos rincones urbanos en que nos sentimos acogidos, en confianza, en nuestra salsa, o como quiera que llamemos al hecho de considerar un lugar nuestro punto de encuentro, la segunda casa.
Sea el cafetín de la esquina, la peluquería, el puesto de diarios, o el almacén del barrio, es la sensación de llegar, saludarse con todos y gozar de algunos minutos de conversación gratis lo que hace la diferencia entre este y otros lugares que frecuentamos en la prisa cotidiana. Así, sin darnos cuenta, el mozo del café puede llegar a ser nuestro compinche, la peluquera nuestra psicoterapeuta, el suplementero nuestro cable a tierra y la señora del almacén, nuestra gran confidente a la hora de estirar el presupuesto hasta fin de mes. Nadie puede vivir sin el consuelo de saber que tiene al menos un lugarcito propio al cual llegar en confianza.
Hay lugares que marcan a fuego la existencia misma de quienes concurren a refugiarse en ellos y, de ese modo, nos encontramos con la camiseta de un club deportivo, tomando sangría en el Centro Español, jugando bingo en un club social, discutiendo de política en un café o dondequiera que nos lleven nuestras inquietudes. Es la sensación de pertenencia la que importa.
Pero ¿qué pasa cuando ese lugar irrepetible simplemente desaparece, dejándonos huérfanos de sensaciones tibias? ¿Qué pasó con los que no entienden qué hace ese hotel estilo alpino donde antes estaba el siniestrado y mítico Tres Pasos? ¿Dónde han debido aplacar su hambre quienes acostumbraban almorzar entrada, segundo, tercero y postre donde don Segundo Alvarado, que subía las viandas en una bandeja con soga? ¿A quién recurren quienes antes iban al Socorros Mutuos?
En algún momento de mi vida, conocí un lugar de esos; simplemente, se desvaneció en la bruma del puerto, como si nunca hubiese existido en esa calle ni tras esas puertas, y sólo fuese producto de una imaginación sedienta de encontrar un lugar ideal que recordar.
Estaba éste en calle Lautaro Navarro, de Punta Arenas, donde ahora hay una agencia de turismo. Había que bajar por Roca, pasando junto al quiosco ídem, doblar a la derecha en la esquina de casa Magri, cruzar unos metros en diagonal y voilá: tenía el nombre Escandinavia prolijamente escrito en el vidrio de la ventana, y era un bar restaurant de frontis angosto y techo altísimo. Al abrir la puerta, los gritos y las risas de los eternos parroquianos que atiborraban la barra al mediodía lo dejaban a uno inmerso en esa atmósfera alegre de conversación y encuentro. En el bar, preparando sangrías, agitando vainas, sacando corchos y gritando más que todos los demás juntos, estaba Amalio, su dueño. Era un español peladito, con el zezeo de la península intacto, a pesar de los muchos años de residencia que lo hacían considerarse un chileno más. Gritón y cálido, no dejaba caminar más de un par de pasos sin dar la bienvenida de corazón. A esas alturas, uno avanzaba por el pasillo de madera con el alma más reconfortada. El olor a lasagna, puchero, fabada y crema de garbanzos colmaban los sentidos y la impaciencia por probar las delicias que Luz, su esposa, había preparado en la humeantísima cocina, hacían la espera mucho más larga de lo que en verdad llegaba a ser. El comedor, separado inútilmente del griterío por una pared que no aislaba para nada del ensordecedor ruido, estaba decorado por bandadas de pajarillos de hojalata negra, cuadros con damitas chinas y espejos. Todo impecable. Se comía a cuerpo de rey y jamás se salía de allí sin haber tenido el honor de la compañía de Amalio o Luz en la mesa, en la que abundaba en pan calentito y se tomaba crema de puchero con unas cucharas grandotas y contundentes.
Nunca estuvimos seguros de cómo llegaron a Chile. Parece que fue a bordo del Winnipeg, pero no hay certeza. Lo que sí es cierto es que, un día cualquiera, decidieron que ya estaba bueno de tanto griterío, puchero y deslome. Así, vendieron el local para retirarse a descansar en un departamento en Viña del Mar, con dirección que jamás conocimos. Los habitués de toda la vida, ahora huérfanos de barra de mediodía, se fueron a gritar por un tiempo al restaurant Asturias, pero con los años fueron sutilmente desalojados, por tanto se eliminó el bar y su presencia resultó fuera de lugar. Allí les perdí la pista; como el tiempo ha pasado raudo y, por aquél entonces, muchos eran ya bastante viejos, me imagino que se encuentran juntos en algún lugar entre el aquí y el nunca jamás, con Amalio presidiendo la mesa, alzando una copa de jerez.
Ahora saben el por qué de mi nombre.
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lupe barria -
lupa barria -