MIGUEL HIDALGO, PADRE DE PUEBLOS
Por Mercedes Santos Moray (*)
Argenpress - 18/09/2005
En el primer número de la revista La Edad de Oro, publicada en la ciudad de Nueva York, en español, para los niños de nuestra América, escribió el cubano José Martí un relato que tituló Tres héroes, sobre los hombres que resumían el ideario de la independencia. Entre aquellos padres de pueblos, entre Miguel Hidalgo los aceros del venezolano Simón Bolívar y del argentino José de San Martín, el Apóstol de Cuba situó al 'cura Hidalgo de la raza buena, de los que quieren saber'.
Desde esa narración de ancho amor a la historia americana, la figura del padre de la independencia de México sobresalía como el hombre noble y generoso, sabio y laborioso que enseñó a sus vecinos y a sus feligreses las artes y las industrias.
Así, el sacerdote de Dolores, quien había nacido en Guanajuato, el 16 de septiembre dio el grito de independencia para los mexicanos.
Sumó su talento, su cultura y su sensibilidad a la causa de los más humildes y encabezó el ejército que brotó, como las semillas de la tierra -ante su reclamo-, integrado por campesinos, carpinteros, alfareros, herreros, los hombres y las mujeres que tenían fe en él.
Junto a Allende, a Aldama y a otros patriotas, a valerosas heroínas como Josefa Ortiz de Domínguez, conspiró Hidalgo, porque sabía que sólo la libertad podría permitir a su pueblo el derecho a ser honrado, y como escribiría Martí, 'a pensar y hablar sin hipocresía'.
A caballo avanzó y recibió sus grados de alto oficial, de líder del movimiento insurgente tras la victoria, en Celaya, y como había fabricado con el barro y la piedra, también construyó con su vibrante palabra en los corazones de su gente.
Tenía, incluso, la grandeza de asumir a sus enemigos con generosidad, como expresión de sus principios éticos, soldado que vivió y sufrió la violencia de la guerra, donde ganó y perdió batallas, y padeció también la envidia y la
traición de los hombres.
Hidalgo conoció de esa violencia, y vio a sus compañeros fusilados, siendo él mismo pasado por las armas. 'A Hidalgo le quitaron -narró Martí en su prosa luminosa- uno a uno, como para ofenderlo, los vestidos de sacerdote. Lo sacaron detrás de una tapia, y le dispararon a la cabeza. Cayó vivo, revuelto en la sangre, y en el suelo lo acabaron de matar.'
Después, como un latigazo, cortaron sus cabezas y las colgaron en jaulas, en la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato, donde había tenido la sede de su gobierno revolucionario, y enterraron aquellos cadáveres descabezados para dejar un mensaje de horror y de miedo que silenciara, para siempre, cualquier aire de independencia en México.
Sólo que Hidalgo no aró en el vacío, sino en la raíz de su pueblo. Diez años después del fusilamiento de los precursores, México proclamaría su independencia como nación.
La erudición y magisterio de Hidalgo como profesor de Teología y de Filosofía, de Moral en el colegio de San Nicolás, donde estudió y llegó a ser rector, su obra apostólica en los curatos de Colima, San Felipe y Dolores, aquella obra social y comunitaria que realizaba entre los más humildes pobladores, están en ese ideario de emancipación que caracteriza, como uno de los valores esenciales, la identidad mexicana.
Como también se manifiesta en la riqueza de un pensamiento renovador, que supera los esquemas y los dogmas y que no enfrenta la fe y la razón, sino que las integra, armoniosamente, en la construcción de una nación soberana, en la que ningún ser humano se vea impedido de expresar sus ideas, y pueda labrarse su destino con laboriosidad e inteligencia.
'Vio a los negros esclavos y se llenó de horror. Vio maltratar a los indios, que son tan mansos y generosos, y se sentó entre ellos como un hermano viejo, a enseñarle las artes finas que el indio aprende bien'.
En cada una de sus fundaciones, en el cultivo de la morera y en la cría del gusano de seda, en su ingeniosa actividad de apicultor, en la fundición de los metales y en el manejo de los hornos está también el mensaje del maestro, quien inició una batalla que todavía no ha concluido, pero gracias a la cual comenzó un pueblo a nacer.
* Mercedes Santos Moray es escritora y periodista.
Doctora en Ciencias Históricas.
Argenpress - 18/09/2005
En el primer número de la revista La Edad de Oro, publicada en la ciudad de Nueva York, en español, para los niños de nuestra América, escribió el cubano José Martí un relato que tituló Tres héroes, sobre los hombres que resumían el ideario de la independencia. Entre aquellos padres de pueblos, entre Miguel Hidalgo los aceros del venezolano Simón Bolívar y del argentino José de San Martín, el Apóstol de Cuba situó al 'cura Hidalgo de la raza buena, de los que quieren saber'.
Desde esa narración de ancho amor a la historia americana, la figura del padre de la independencia de México sobresalía como el hombre noble y generoso, sabio y laborioso que enseñó a sus vecinos y a sus feligreses las artes y las industrias.
Así, el sacerdote de Dolores, quien había nacido en Guanajuato, el 16 de septiembre dio el grito de independencia para los mexicanos.
Sumó su talento, su cultura y su sensibilidad a la causa de los más humildes y encabezó el ejército que brotó, como las semillas de la tierra -ante su reclamo-, integrado por campesinos, carpinteros, alfareros, herreros, los hombres y las mujeres que tenían fe en él.
Junto a Allende, a Aldama y a otros patriotas, a valerosas heroínas como Josefa Ortiz de Domínguez, conspiró Hidalgo, porque sabía que sólo la libertad podría permitir a su pueblo el derecho a ser honrado, y como escribiría Martí, 'a pensar y hablar sin hipocresía'.
A caballo avanzó y recibió sus grados de alto oficial, de líder del movimiento insurgente tras la victoria, en Celaya, y como había fabricado con el barro y la piedra, también construyó con su vibrante palabra en los corazones de su gente.
Tenía, incluso, la grandeza de asumir a sus enemigos con generosidad, como expresión de sus principios éticos, soldado que vivió y sufrió la violencia de la guerra, donde ganó y perdió batallas, y padeció también la envidia y la
traición de los hombres.
Hidalgo conoció de esa violencia, y vio a sus compañeros fusilados, siendo él mismo pasado por las armas. 'A Hidalgo le quitaron -narró Martí en su prosa luminosa- uno a uno, como para ofenderlo, los vestidos de sacerdote. Lo sacaron detrás de una tapia, y le dispararon a la cabeza. Cayó vivo, revuelto en la sangre, y en el suelo lo acabaron de matar.'
Después, como un latigazo, cortaron sus cabezas y las colgaron en jaulas, en la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato, donde había tenido la sede de su gobierno revolucionario, y enterraron aquellos cadáveres descabezados para dejar un mensaje de horror y de miedo que silenciara, para siempre, cualquier aire de independencia en México.
Sólo que Hidalgo no aró en el vacío, sino en la raíz de su pueblo. Diez años después del fusilamiento de los precursores, México proclamaría su independencia como nación.
La erudición y magisterio de Hidalgo como profesor de Teología y de Filosofía, de Moral en el colegio de San Nicolás, donde estudió y llegó a ser rector, su obra apostólica en los curatos de Colima, San Felipe y Dolores, aquella obra social y comunitaria que realizaba entre los más humildes pobladores, están en ese ideario de emancipación que caracteriza, como uno de los valores esenciales, la identidad mexicana.
Como también se manifiesta en la riqueza de un pensamiento renovador, que supera los esquemas y los dogmas y que no enfrenta la fe y la razón, sino que las integra, armoniosamente, en la construcción de una nación soberana, en la que ningún ser humano se vea impedido de expresar sus ideas, y pueda labrarse su destino con laboriosidad e inteligencia.
'Vio a los negros esclavos y se llenó de horror. Vio maltratar a los indios, que son tan mansos y generosos, y se sentó entre ellos como un hermano viejo, a enseñarle las artes finas que el indio aprende bien'.
En cada una de sus fundaciones, en el cultivo de la morera y en la cría del gusano de seda, en su ingeniosa actividad de apicultor, en la fundición de los metales y en el manejo de los hornos está también el mensaje del maestro, quien inició una batalla que todavía no ha concluido, pero gracias a la cual comenzó un pueblo a nacer.
* Mercedes Santos Moray es escritora y periodista.
Doctora en Ciencias Históricas.
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