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MIRANDO AL SUR - augusto alvarado

abel posse


ZAPATILLAS CALIENTES, REMERAS SUDADAS

<hr><h2><u>ZAPATILLAS CALIENTES, REMERAS SUDADAS</h2></u> Por Abel Posse

Para LA NACION - Miércoles 5 de enero de 2005

La tragedia ocurrida en la discoteca República Cromagnon nos obliga a una interpretación que trasciende la realidad de tanta muerte y de las posibles culpas.

Centenares de jóvenes reunidos en uno de los tantos centros de desquicio se inmolaron en una tremenda llamarada que conmovió al país. Esa terrible antorcha ilumina hacia los cuatro puntos cardinales de la Nación la nada en que malvive buena parte de la juventud argentina.

La llamarada de los inmolados nos muestra el mundo chato y sin salida de probablemente tres millones de adolescentes y jóvenes a la deriva, sin convocatorias ni vocaciones, excluidos en silencio en los márgenes de una sociedad que calla y no sabe integrarlos, positivizarlos.

La tragedia señala la insoslayable realidad de nuestra caída educativa y cultural. Nos muestra el grado de improvisación y de indisciplina colectiva. El problema está más allá de la puerta de emergencia cerrada con cadenas o de la renovación de las inspecciones o de las supuestas responsabilidades de los políticos. Más bien se habla de estos aspectos para omitir la realidad del desbordamiento subcultural que padecemos.

Los sacrificados representan esos miles de jóvenes que una o dos veces por semana se entregan al rito de saltar, gritar, sudar, emocionarse hasta el éxtasis ante el ruido estupidizante y las contorsiones de esas bandas de música estupidizadora, chamánica.

Se acepta sin mayores comentarios esa fatalidad de sound and fury (el sonido y la furia) de las discotecas y bailantas. Los chicos sienten que afuera y durante la larga semana es el territorio de inexistencia y de frustración. En el enloquecimiento colectivo y la confraternización, encuentran una imitación de lo espiritual, de cierta plenitud.

En ese otro mundo, penumbroso y ensordecedor, impulsados por el alcohol y las pastillas de moda, encuentran la exaltación vital que la sociedad diurna no sabe darles. En esa liberación patológica de energía y de afecto fácil encuentran alguna recuperación de la nadería de los estudios sin convicción y ante el escepticismo y las dificultades para acceder al universo del trabajo. Sienten que están en una tierra de nadie. Sobreviven incluso al margen en sus propios hogares. Nadie supo encender en ellos la pasión educativa, la cultura del trabajo o un sentido atractivo de la vida. Sólo al ingresar en la discoteca irán
creciendo desde su aburrimiento a una exaltación vital al menos parecida a la de los avisos del hedonismo televisivo.

Nadie los convoca. Los políticos no tienen respuesta. Se finge que todo es normal. Agredidos y expulsados por el sol del domingo, los padres los verán llegar como a demacrados vampiros, con sus zapatillas calientes y sus remeras sudadas. Descienden del éxtasis falso a la pura nada .

Esta vez muchos no regresaron. Se sublimizaron en esa llamarada que ojalá nos sirva para una reflexión comprometida y extensa del tema, más allá del problema de las inspecciones y responsabilidades empresariales o municipales.

La Argentina está sumida en una costumbre de indisciplina y de permisividad comodona. Las expresiones colectivas se cargan invariablemente de un tono agresivo, insultante. Sea una protesta gremial o piquetera, sean las barras bravas o un mitin político, todo asume una expresión simiesca. Saltos y cánticos idiotas, insultos fáciles. La constante es el bombo atronador. El bombo, el
instrumento más primario de la sinfónica.

¿Quién hubiera podido contener a esos miles de adolescentes que buscaban el delirio, el desarreglo de todos los sentidos? El empresario del local imploró para que no encendiesen las bengalas y los petardos. Fue insultado. En la Argentina, toda transgresión parece digna de mérito. Toda llamada a la disciplina parece ejercicio de represión.

El permisivismo de Estado (aparentemente una buena cualidad democrática) en el fondo oculta la cobardía del Estado. Para los políticos, desobligarse del mando es una forma de sobrevivir, escabullendo su presencia ante los problemas. Para los padres, desobligarse de la corrección y educación de los hijos es una
comodidad que se paga cara.

Tal vez es por esto que los padres de los jóvenes muertos y heridos se empeñan en encontrar un chivo emisario que los calme de su hipocresía de renunciantes. Si involucran al jefe de gobierno o al empresario, creen poder aliviar el tremendo dolor de la pérdida. No saben que la culpa pertenece a otro mundo. El dolor es absoluto, intransferible, insuperable. La justicia, entendida como venganza, en nada cambia el absoluto existencial de la muerte.

Los padres, en su dolor, reiteran el esquema de exculpación personal y de inculpación de alguien que pueda cubrirlos de la responsabilidad que no supieron asumir ante sus hijos.

Pero más allá del problema legal, la llamarada trágica del Cromagnon ilumina la indigencia juvenil y la enfermedad profunda de esta Argentina incapaz de enfrentar con coraje y movilizarse ante la evidencia de su caída educativa, cultural, espiritual.

(*) El autor es diplomático y escritor.