NERUDA JUNTO AL SENA
Por Abel Posse
La Nación de Buenos Aires - 2004
Para el gran poeta chileno, escribir poesía era celebrar el mundo, es decir, una tarea religiosa. En política, como en todas las cosas, siempre eligió lo que él consideraba, más allá del error o del acierto, la posibilidad de la vida.
Era Neruda por el borde del Sena, solo, en la alta noche de verano. Iba desde el Pont Saint-Michel hacia el Quai Voltaire, al Hôtel du Quai Voltaire. Corpulento, poderoso, entregado a su vagabundeo. Había en su paso un titubeo de cetáceo en tierra. Siempre me dio la sensación de un ser anfibio pero preferentemente oceánico. (Si le hubieran dado a elegir, se habría quedado con el mar.)
Cuando alguien muere nuestra memoria procede como los sueños, rescata imágenes, signos, que de algún modo sintetizan todos los recuerdos. Para mí Neruda será siempre aquel gran animal de fondo marino que miraba las vidrieras y los techos de París con renovado asombro, en una noche del verano de 1960.
Era lógico que un ser así se edificase un océano donde morar. Lo logró con su poesía. Fue de metáfora en metáfora hasta desembocar en las palabras libres. Comprendió que todas las palabras eran metáforas y se transformó en un sublime nombrador, en el celebrante de un descomunal canto general.
En la raíz de su pasión hay una pánica religiosidad imposible de reducir a esquemas. Su dios moraba en todas las cosas. Para él poetizar era adorar el mundo, la materia del mundo, sin recaer en las racionalizaciones, misticismos y ortodoxias de todos los que no pueden creer.
Por pura fe en el mundo cantó todo lo imaginable: una castaña caída en el suelo, una mujer llamada Rosalía, los gatos, esos primos que a la siesta juegan extrañamente con sus primas, los barcos varados en Valparaíso, su Chile de lluvia y nostalgia, los mares, los trópicos, el sabor del caldillo de congrio, el inolvidable Madrid de los amigos y la libertad, la Casa de las Flores, García Lorca, Alberti, Aleixandre... Simón Bolívar, astros, frutas, astrolabios, el picaflor, Joseph V. Dugashwili, su hígado, y hasta el día lunes "que arde como el petróleo". Hizo justicia al dedicarle una oda a la proletaria cebolla y al destacar el apogeo del apio y los sagrados estatutos del vino.
Lo alcancé en el borde del Sena y seguimos derivando juntos. Lo había conocido o saludado, en la cervecería de Santa Fe y Pueyrredón, con mis amigos poetas, Luis Alberto Ballester, Héctor Teme y Rogelio Bazán. Me trató como un viejo amigo joven. Habló de los anticuarios del puerto de Copenhague, donde había conseguido un cuerno de narval que entronizaría en su casa de la Isla Negra, junto a las delicadas caracolas de la colección que pisotearían los asesinos trece años más tarde de aquella noche amable. Habló con cariño de poetas argentinos, de Ricardo Molinari y de José Hernández. Luego, con entusiasmo, se explayó sobre San Juan de la Cruz, tal vez su mayor admiración en el campo de la poesía.
Habló también de Rusia, de donde venía o donde había estado hacía poco. En política era, también, oceánico, trataba de entrever los polos, las metas lejanas. No se detenía a analizar corrientes circunstanciales o marejadas. Como el piloto de altura, buscaba las grandes líneas y trataba de mantener el rumbo soportando las contradicciones. En el socialismo, como en todas las cosas, Neruda buscó la posibilidad de la vida (otros eligen desde su resentimiento, contra algo, o por sus intereses). Neruda siempre eligió --más allá del error o del acierto-- lo que creía vital frente a lo superado y decadente. Este punto es difícil de comprender para muchos que se permiten descalificarlo desde el "pensamiento supuestamente correcto" (que habría descalificado a Rimbaud, a Flaubert, a Borges y a casi toda la literatura, por un motivo o por otro). Siempre apasionan a los mediocres la moral y la corrección política. Como dijo Sartre, son las ratas que no pueden acercarse al león hasta cuando está muerto.
Neruda estaba convencido de que el materialismo capitalista era inviable e indigno de la espiritualidad humana. Creía en un socialismo universal, como lógica de justicia distributiva. En Rusia y hasta en Stalin vio --y no se desdijo-- una apertura violenta, un episodio de poder, pero no el destino de una humanidad también imperial. (Este aspecto de las creencias de Neruda lo escuché del común amigo, el gran poeta Ricardo Molinari, que comprendía estos matices tan sonoros de Neruda a pesar de detestar al comunismo.)
Me doy cuenta ahora del error juvenil de dejarme inhibir por aquel gran cardenal pagano. Neruda, como todo tímido, mantenía en reserva la expresión de una humanidad que, por suerte, prefería desplegar en sus poemas. Hasta su voz, desgarbada y monótona, parecía no querer quitarles espacio preferencial a la verdad o al verso que llevaba. Especialmente cuando recitaba sus poemas, suspendía todo énfasis o esos empujones tonales con que los poetas novatos tratan de disimular la modestia de la obra.
Como en todo gran escritor su fuerza estaba en el lenguaje, en la creación metafórica. Neruda fue baudelaireano en la inolvidable Residencia en la Tierra, épico en la Tercera Residencia y en su Canto General, y goetheano y pánico en sus odas.
Le interesaron la vida y la tierra. En el prólogo de su Tercera Residencia cree haber escapado de Rilke y de la metafísica de Buenos Aires, capitaneada por sus amigos del grupo de Victoria Ocampo. Pero estaba equivocado, había cumplido con la máxima ambición del Rilke esotérico, que era trascender hacia la tierra, celebrarla, como la inmediata expresión del Ser. Y coincidió en toda su obra con el Heidegger que escribió que el lenguaje es la Casa del Ser.
Neruda logró que el lenguaje fuera el Palacio del Ser.
Trece años después de aquella noche se encontraría con una muerte sórdida. Su agonía, en Santiago de Chile, coincidiría con el fin de una etapa de libertad. Días sombríos. Su cuerpo devorado por la enfermedad, su casa vejada por esbirros. Pero él ya no moraba en esas residencias. Su cuerpo y su casa ya no eran más que dos metáforas saqueadas. Poco después, aquella Rusia de su política poética se disolvió también. Se sumergió en la nada de los imperios, que no es muy distinta del anonadamiento de los hombres.
Nos despedimos en la puerta del Hôtel du Quai Voltaire. Neruda subiría y antes de acostarse contemplaría maravillado la magia espiralada del cuerno del narval que llevaría a la Isla Negra en la cabina del avión, como el tótem de algún jefe vikingo, como el cetro de mando que él mismo usaría si pudiera entronizarse como el príncipe pagano que era.
La Nación de Buenos Aires - 2004
Para el gran poeta chileno, escribir poesía era celebrar el mundo, es decir, una tarea religiosa. En política, como en todas las cosas, siempre eligió lo que él consideraba, más allá del error o del acierto, la posibilidad de la vida.
Era Neruda por el borde del Sena, solo, en la alta noche de verano. Iba desde el Pont Saint-Michel hacia el Quai Voltaire, al Hôtel du Quai Voltaire. Corpulento, poderoso, entregado a su vagabundeo. Había en su paso un titubeo de cetáceo en tierra. Siempre me dio la sensación de un ser anfibio pero preferentemente oceánico. (Si le hubieran dado a elegir, se habría quedado con el mar.)
Cuando alguien muere nuestra memoria procede como los sueños, rescata imágenes, signos, que de algún modo sintetizan todos los recuerdos. Para mí Neruda será siempre aquel gran animal de fondo marino que miraba las vidrieras y los techos de París con renovado asombro, en una noche del verano de 1960.
Era lógico que un ser así se edificase un océano donde morar. Lo logró con su poesía. Fue de metáfora en metáfora hasta desembocar en las palabras libres. Comprendió que todas las palabras eran metáforas y se transformó en un sublime nombrador, en el celebrante de un descomunal canto general.
En la raíz de su pasión hay una pánica religiosidad imposible de reducir a esquemas. Su dios moraba en todas las cosas. Para él poetizar era adorar el mundo, la materia del mundo, sin recaer en las racionalizaciones, misticismos y ortodoxias de todos los que no pueden creer.
Por pura fe en el mundo cantó todo lo imaginable: una castaña caída en el suelo, una mujer llamada Rosalía, los gatos, esos primos que a la siesta juegan extrañamente con sus primas, los barcos varados en Valparaíso, su Chile de lluvia y nostalgia, los mares, los trópicos, el sabor del caldillo de congrio, el inolvidable Madrid de los amigos y la libertad, la Casa de las Flores, García Lorca, Alberti, Aleixandre... Simón Bolívar, astros, frutas, astrolabios, el picaflor, Joseph V. Dugashwili, su hígado, y hasta el día lunes "que arde como el petróleo". Hizo justicia al dedicarle una oda a la proletaria cebolla y al destacar el apogeo del apio y los sagrados estatutos del vino.
Lo alcancé en el borde del Sena y seguimos derivando juntos. Lo había conocido o saludado, en la cervecería de Santa Fe y Pueyrredón, con mis amigos poetas, Luis Alberto Ballester, Héctor Teme y Rogelio Bazán. Me trató como un viejo amigo joven. Habló de los anticuarios del puerto de Copenhague, donde había conseguido un cuerno de narval que entronizaría en su casa de la Isla Negra, junto a las delicadas caracolas de la colección que pisotearían los asesinos trece años más tarde de aquella noche amable. Habló con cariño de poetas argentinos, de Ricardo Molinari y de José Hernández. Luego, con entusiasmo, se explayó sobre San Juan de la Cruz, tal vez su mayor admiración en el campo de la poesía.
Habló también de Rusia, de donde venía o donde había estado hacía poco. En política era, también, oceánico, trataba de entrever los polos, las metas lejanas. No se detenía a analizar corrientes circunstanciales o marejadas. Como el piloto de altura, buscaba las grandes líneas y trataba de mantener el rumbo soportando las contradicciones. En el socialismo, como en todas las cosas, Neruda buscó la posibilidad de la vida (otros eligen desde su resentimiento, contra algo, o por sus intereses). Neruda siempre eligió --más allá del error o del acierto-- lo que creía vital frente a lo superado y decadente. Este punto es difícil de comprender para muchos que se permiten descalificarlo desde el "pensamiento supuestamente correcto" (que habría descalificado a Rimbaud, a Flaubert, a Borges y a casi toda la literatura, por un motivo o por otro). Siempre apasionan a los mediocres la moral y la corrección política. Como dijo Sartre, son las ratas que no pueden acercarse al león hasta cuando está muerto.
Neruda estaba convencido de que el materialismo capitalista era inviable e indigno de la espiritualidad humana. Creía en un socialismo universal, como lógica de justicia distributiva. En Rusia y hasta en Stalin vio --y no se desdijo-- una apertura violenta, un episodio de poder, pero no el destino de una humanidad también imperial. (Este aspecto de las creencias de Neruda lo escuché del común amigo, el gran poeta Ricardo Molinari, que comprendía estos matices tan sonoros de Neruda a pesar de detestar al comunismo.)
Me doy cuenta ahora del error juvenil de dejarme inhibir por aquel gran cardenal pagano. Neruda, como todo tímido, mantenía en reserva la expresión de una humanidad que, por suerte, prefería desplegar en sus poemas. Hasta su voz, desgarbada y monótona, parecía no querer quitarles espacio preferencial a la verdad o al verso que llevaba. Especialmente cuando recitaba sus poemas, suspendía todo énfasis o esos empujones tonales con que los poetas novatos tratan de disimular la modestia de la obra.
Como en todo gran escritor su fuerza estaba en el lenguaje, en la creación metafórica. Neruda fue baudelaireano en la inolvidable Residencia en la Tierra, épico en la Tercera Residencia y en su Canto General, y goetheano y pánico en sus odas.
Le interesaron la vida y la tierra. En el prólogo de su Tercera Residencia cree haber escapado de Rilke y de la metafísica de Buenos Aires, capitaneada por sus amigos del grupo de Victoria Ocampo. Pero estaba equivocado, había cumplido con la máxima ambición del Rilke esotérico, que era trascender hacia la tierra, celebrarla, como la inmediata expresión del Ser. Y coincidió en toda su obra con el Heidegger que escribió que el lenguaje es la Casa del Ser.
Neruda logró que el lenguaje fuera el Palacio del Ser.
Trece años después de aquella noche se encontraría con una muerte sórdida. Su agonía, en Santiago de Chile, coincidiría con el fin de una etapa de libertad. Días sombríos. Su cuerpo devorado por la enfermedad, su casa vejada por esbirros. Pero él ya no moraba en esas residencias. Su cuerpo y su casa ya no eran más que dos metáforas saqueadas. Poco después, aquella Rusia de su política poética se disolvió también. Se sumergió en la nada de los imperios, que no es muy distinta del anonadamiento de los hombres.
Nos despedimos en la puerta del Hôtel du Quai Voltaire. Neruda subiría y antes de acostarse contemplaría maravillado la magia espiralada del cuerno del narval que llevaría a la Isla Negra en la cabina del avión, como el tótem de algún jefe vikingo, como el cetro de mando que él mismo usaría si pudiera entronizarse como el príncipe pagano que era.
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