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MIRANDO AL SUR - augusto alvarado


LOS VIEJOS PREGONES

<h2><hr><u>LOS VIEJOS PREGONES</h2></u> Por Marino Muñoz Lagos

Habría que dar vuelta la cabeza y mirar por esas calles y caminos que nos fueron familiares en la infancia lejana. Y acompañarnos de todos esos diminutos menesteres que hicieron posible nuestro paso por labrantíos, aldeas, pueblos y ciudades donde los ojos le robaban algo de belleza al día o a la noche. Todo es igual después de tanto tiempo: quizás si no somos nosotros quienes vamos cambiando, quienes nos vamos despejando de esos disfraces alegres de ayer para trocarlos por la gravedad de ciertos años que llevamos encima.
Los despertadores de nuestra niñez fueron los pájaros de la gleba. A ellos les debemos nuestra puntualidad cotidiana. Jamás faltó un árbol cercano a la ventana de nuestro dormitorio que no dejara pasar por sus cristales el canto inefable de las pequeñas avecitas del campo vecino, rumoroso, quieto, dulcemente amable, querendonamente apacible. Por cuanto rayo de sol que llegaba a nuestra cabecera había un pájaro cantando, echando al aire fresco de la mañana el pregón de su buche melodioso.
Fueron los pregoneros iniciales.
Después vendrían los pasos diligentes de la madre entre la cocina y el comedor, para abrir la jornada con el desayuno. Son los tiernos instantes que se nos vienen como vaivén de ola cuando el recuerdo nos clava con sus uñas y nos hace sentirnos indefensos frente a tanta avalancha, que se nos imagina inapreciable. Luego, la voz del padre y los ruidos rutinarios que comienzan por abrir el día.
En nuestro tiempo, el paso del campo a la ciudad era abismante. No se compara al de hoy, porque los medios de comunicación y locomoción eran escasos, por no decir inexistentes. Y, de la noche a la mañana, cambiamos la suave confidencia de la égloga por el tránsito de hombres y vehículos en una ciudad cercana al mar, donde ocurrieron nuestros estudios elementales.
Aquí aprendimos ciertas cosas que la ingenuidad no traduce en su lenguaje simple. Y nos rodeamos de algunos personajes que más tarde se pegaron a la piel como un tatuaje demasiado vistoso: y por ello, inolvidables.
Nuestra larguísima y estrecha geografía está llena de pregones. Su onomatopeya nos arriba a los oídos como un tren mañanero con sus evocativas rúbricas de humo, sus vagones melancólicos y sus pasajeros visiblemente trasnochados.
El pregón de la mañana venía con el vendedor de diarios, el canillita o suplementero: era el hombre con la noticia exclusiva, cuando la radio no contaba con periodistas. El diario se abría como una puerta ante nuestros ojos, y por ahí entrábamos al mundo del ayer, entre telegramas, avisos comerciales y defunciones.
El pregón continuaba con el vendedor de pescado. Aquí andaba toda la fauna oceánica como la voz del yodo y de la sal, en labios del modesto mercader matutino: pescados y mariscos, oleajes y singladuras que silbaban como tormentas para que la dueña de casa aderezara sus almuerzos y colocara un embate del mar en medio de los platos de costumbre. Y asomaban entonces el congrio rojo, las cholguas, la pescada, las machas, los erizos, los locos, las cabrillas, los picorocos.
Y los vendedores de verduras, de frutas, de helados, de yerbas medicinales o de aguardiente clandestino. Cada uno con sus gritos y sus silencios, que a veces eran mucho más elocuentes. Cada uno inventando nuevas fórmulas para publicitar sus modestas vituallas. Corren por calles y caminos sus voces que nos parecen páginas de un diario que nunca comenzamos.
Por las noches, cuando las primeras estrellas solían denunciar nuestros amores de liceo, llegaban los vendedores de castañas, de piñones, de empanadas de horno, de tortillas, de luche caliente envuelto en hojas de higuera, de canciones en el diapasón de increíbles organilleros. Todos ellos dejando a su paso la estela de sus mercaderías, el olor, el sabor y el sonido de sus almacenes rodantes, el eco del pregón como un asunto más de la penumbra.
Los pregones atraviesan la vida de Chile. Los oímos desde niños, andando a nuestra vera. Son los mismos pregones que van desapareciendo lentamente, al tranco del progreso. Pregones de los vendedores ambulantes anunciando los dulces chilenos, la caluga casera, las manzanas, las uvas generosas, el pan del invierno, el carbón de espino, las humitas calientes, la harina tostada y la hoja de toronjil para la tristeza de los enamorados.
Todo el canto de Chile en el pregón, junto a un hombre y a un canasto de mimbre, tras las nieblas del recuerdo. Pregón de los ayeres sin fronteras, pregón de los vendedores populares, con sus gritos como poemas y sus zapatos gastados por la tierra de calles y caminos.

Tomado de ”Crónicas del diario soñar” - Punta Arenas, 1987.

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