HISTORIA DE LA NACIÓN LATINOAMERICANA
HISTORIA DE LA NACIÓN LATINOAMERICANA
Por Jorge Abelardo Ramos
El propósito de este libro es estudiar de cerca un gran naufragio histórico. Descifrar el secreto de una inmensa Atlántida velada por el tiempo: ¡nada menos!
Nos propusimos averiguar si América Latina es un simple campo geográfico donde conviven veinte Naciones diferentes o si, en realidad, estamos en presencia de una Nación mutilada, con veinte provincias a la deriva, erigidas en Estados más o menos soberanos.
El concepto de Nación es anacrónico para la mayor parte de los europeos, sólo en el sentido de que han realizado hace ya mucho tiempo su unidad nacional en el marco del Estado moderno. El nacionalismo de los europeos es tan profundo, arraigado y espontáneo, bajo su manto imperial de generoso universalismo, que únicamente se advierte cuando otros pueblos, llegados más tarde a la historia del mundo, pretenden realizar los mismos objetivos que los europeos perseguían en los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX. Resulta cosa de meditación percibir entonces su afectada indiferencia (teñida de un sutil desprecio) hacia los importunos brotados en las márgenes del mundo civilizado. Es el momento que los europeos eligen para subrayar en los nacionalismos de los países coloniales su fosforescencia folklórica, su pintoresca filiación religiosa o sus evidentísimos rasgos semi-bárbaros. De la virtuosa derecha a la izquierda neurótica en Europa se manifestó -educativo ejemplo- un sentimiento general de repudio hacia el abominable Khomeini. El Ayatollah ha puesto el dedo en la llaga del próspero Occidente. No faltaron a la cita ni el feminismo marxista ni el liberalismo imperial: el común horror hacia la teocracia islámica los encontró unidos.
Apenas el irredentismo irlandés permanece como una mancha sangrienta en la órbita declinante de Inglaterra. Pero aquellos grandes momentos del nacionalismo decimonónico, desde Marx a Lord Byron hasta Garibaldi, ya son vetustas reliquias. A nadie le interesa recordar en el Viejo Mundo que la rapidez prodigiosa con que avanzó Europa Occidental hacia la civilización técnica (y EE.UU., desde la guerra civil de 1865) se produjo gracias a la formalización jurídica y arancelaria del Estado Nacional Unificado, luego de eliminar el poder social de las clases pre-capitalistas. Al permitir una desenvuelta interrelación económica, política y financiera entre todas las partes constituyentes de la Nación, el capitalismo remontó un asombroso vuelo. Desarrolló tal poder multiplicador del aparato productivo con el invalorable auxilio de un expansivo mercado interno, unido a una lengua nacional que procuraba la frontera político-cultural de un Estado, que bien pudo considerarse al siglo XIX como el siglo del movimiento de las nacionalidades. Al mismo tiempo y a la inversa, América Latina perdió la posibilidad de reunirse en Nación y avanzar hacia el progreso social, tal como lo hacían los Estados recién unidos en el norte del continente americano. Los norteamericanos libraron una cruel guerra civil para abolir la esclavitud. Así unieron su país contra el separatismo esclavista del sur agrícola, sostenido por los ingleses. En una dirección opuesta, las oligarquías agro-comerciales de los puertos se imponían en América latina sobre las aspiraciones unificadoras de Bolívar, San Martín, Artigas, Alamán, Morazán. La generación revolucionaria de la independencia pereció en las reyertas aldeanas. Fue la ocasión que los hábiles diplomáticos ingleses y norteamericanos, los Poinsett o los Ponsonby, aprovecharon para aliarse a la burguesía comercial y a los hacendados criollos, "la hacienda y la tienda". Y premiaron con un silencio sepulcral a los hambrientos soldados de Ayacucho. Estos soldados criollos habían expulsado de América Latina un Imperio que mantenía unidas a sus colonias, sólo para ver insertarse en ellas a otros más poderosos, que ayudaron a su independencia a condición de que permanecieran desunidas. Serían Repúblicas solitarias con soberanía formal, y economías abiertas.
En cuanto al inmenso Brasil, ocurrió algo muy curioso. Por un sorprendente giro de la historia, se transformó de colonia del imperio portugués, en capital del imperio, pero sin Portugal, en poder de los franceses. Sacudido por incesantes levantamientos y revoluciones, produjo republicanos, místicos, rebeldes y hasta socialistas, pero ninguno de ellos reclamó la abolición de la esclavitud, que había sido suprimida en el resto de América Latina en la primera década de la independencia. Entre el librecambismo británico y el sudor de los negros parasitaba el Brasil Imperial: todos los integrantes de esa sociedad, "hasta los más pobres y desamparados", como dice Decio Freitas, vivían a expensas del trabajo de los esclavos.
El antagonismo de siglos entre el Reino de Portugal y el Reino de España, se trasladó a la América revolucionaria hasta nuestros días, gracias a los diligentes británicos, el "máximo común divisor" en la integridad de pueblos ajenos. Argentina y Brasil heredaron esa rivalidad, que era prestada. Por esa razón se elevó un muro entre ambos países, que afortunadamente ha sido derribado para siempre con el promisorio nacimiento del Mercosur.
Por su parte, Cuba era colonia española (hasta 1898), y como en el caso de Brasil, no participó de las guerras de la Independencia, que habían forjado lazos de sangre entre las patrias chicas de los viejos Virreinatos y Capitanías Generales. Como resultado de todo lo dicho, la independencia respecto de España, al no lograr mantener simultáneamente la unidad, eclipsó por un siglo y medio a la gran nación posible.
En otras palabras, América Latina no está corroída solamente por el virus del atraso económico. El "subdesarrollo", como dicen ahora los técnicos o científicos sociales, no posee un carácter puramente económico o productivo. Reviste un sentido intensamente histórico. Es el fruto de la fragmentación latinoamericana. Lo que ocurre, en síntesis, es que existe una cuestión nacional sin resolver. América Latina no se encuentra dividida porque es "subdesarrollada" sino que es "subdesarrollada" porque está dividida.
La Nación hispano-criolla, unida por el Rey, creada en realidad por la monarquía española, se convirtió en un archipiélago político, una polvareda confusa de islas múltiples, gobernadas por los antiguos oficiales de Bolívar o San Martín. Los jefes bolivarianos se habían sumido en la decepción o se habían corrompido en el poder; se dejaron mimar por los exportadores y hacendados. Estos se relamían los labios al atrapar, después de la sangre, las pequeñas soberanías, trocadas en prósperas satrapías. Esa historia se narra aquí.
A diferencia de las "historias" usuales de América Latina, que reproducen en la literatura el drama formal, pues describen las historias particulares de cada Estado a partir de la muerte de Bolívar, país por país, sin rastrear sus vínculos de origen, sin considerarlos como parte de una Nación desmembrada. Omiten evocar a los pensadores iberoamericanos que fueron la conciencia despierta de una América Latina entrevista como una totalidad histórica. Por el contrario este libro aspira a recrear como un conjunto todo lo que fue, lo que es y lo que será.
Durante décadas aparecieron libros sobre la "argentinidad", la "peruanidad", la "bolivianidad" o la "mexicanidad", en cantidades ingentes. Todos andaban a la busca de su propia identidad nacional o cultural, pero pocos se consagraron a redescubrir la identidad latinoamericana, que era la única capaz de permitir que América Latina, con todas sus partes, se delimitara como un poder autónomo ante un mundo codicioso y amenazante. En tal situación, no podía extrañar que desde el ocaso de los grandes unificadores, y hasta nuestros días, se reiteraran políticas y emprendimientos tendientes a hipertrofiar las diferencias o ahondar las particularidades.
Como cabía esperar, producida la Independencia de España, las nuevas estructuras contaron con sus obvios ejércitos, escudos, empréstitos ingleses, Constituciones, Códigos Civiles, héroes y villanos, y, por añadidura, con una literatura preciosa, hija de los puertos cosmopolitas y hasta con una historia para "uso del Delfín". Todo era chiquito, mezquino, provincial, pero cada Estado miraba por el rabillo del ojo hacia las nuevas Metrópolis anglo-sajonas, buscando en ellas las señales de aprobación.
PRÓLOGO (PRIMERA PARTE)
El propósito de este libro es estudiar de cerca un gran naufragio histórico. Descifrar el secreto de una inmensa Atlántida velada por el tiempo: ¡nada menos!
Nos propusimos averiguar si América Latina es un simple campo geográfico donde conviven veinte Naciones diferentes o si, en realidad, estamos en presencia de una Nación mutilada, con veinte provincias a la deriva, erigidas en Estados más o menos soberanos.
El concepto de Nación es anacrónico para la mayor parte de los europeos, sólo en el sentido de que han realizado hace ya mucho tiempo su unidad nacional en el marco del Estado moderno. El nacionalismo de los europeos es tan profundo, arraigado y espontáneo, bajo su manto imperial de generoso universalismo, que únicamente se advierte cuando otros pueblos, llegados más tarde a la historia del mundo, pretenden realizar los mismos objetivos que los europeos perseguían en los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX. Resulta cosa de meditación percibir entonces su afectada indiferencia (teñida de un sutil desprecio) hacia los importunos brotados en las márgenes del mundo civilizado. Es el momento que los europeos eligen para subrayar en los nacionalismos de los países coloniales su fosforescencia folklórica, su pintoresca filiación religiosa o sus evidentísimos rasgos semi-bárbaros. De la virtuosa derecha a la izquierda neurótica en Europa se manifestó -educativo ejemplo- un sentimiento general de repudio hacia el abominable Khomeini. El Ayatollah ha puesto el dedo en la llaga del próspero Occidente. No faltaron a la cita ni el feminismo marxista ni el liberalismo imperial: el común horror hacia la teocracia islámica los encontró unidos.
Apenas el irredentismo irlandés permanece como una mancha sangrienta en la órbita declinante de Inglaterra. Pero aquellos grandes momentos del nacionalismo decimonónico, desde Marx a Lord Byron hasta Garibaldi, ya son vetustas reliquias. A nadie le interesa recordar en el Viejo Mundo que la rapidez prodigiosa con que avanzó Europa Occidental hacia la civilización técnica (y EE.UU., desde la guerra civil de 1865) se produjo gracias a la formalización jurídica y arancelaria del Estado Nacional Unificado, luego de eliminar el poder social de las clases pre-capitalistas. Al permitir una desenvuelta interrelación económica, política y financiera entre todas las partes constituyentes de la Nación, el capitalismo remontó un asombroso vuelo. Desarrolló tal poder multiplicador del aparato productivo con el invalorable auxilio de un expansivo mercado interno, unido a una lengua nacional que procuraba la frontera político-cultural de un Estado, que bien pudo considerarse al siglo XIX como el siglo del movimiento de las nacionalidades. Al mismo tiempo y a la inversa, América Latina perdió la posibilidad de reunirse en Nación y avanzar hacia el progreso social, tal como lo hacían los Estados recién unidos en el norte del continente americano. Los norteamericanos libraron una cruel guerra civil para abolir la esclavitud. Así unieron su país contra el separatismo esclavista del sur agrícola, sostenido por los ingleses. En una dirección opuesta, las oligarquías agro-comerciales de los puertos se imponían en América latina sobre las aspiraciones unificadoras de Bolívar, San Martín, Artigas, Alamán, Morazán. La generación revolucionaria de la independencia pereció en las reyertas aldeanas. Fue la ocasión que los hábiles diplomáticos ingleses y norteamericanos, los Poinsett o los Ponsonby, aprovecharon para aliarse a la burguesía comercial y a los hacendados criollos, "la hacienda y la tienda". Y premiaron con un silencio sepulcral a los hambrientos soldados de Ayacucho. Estos soldados criollos habían expulsado de América Latina un Imperio que mantenía unidas a sus colonias, sólo para ver insertarse en ellas a otros más poderosos, que ayudaron a su independencia a condición de que permanecieran desunidas. Serían Repúblicas solitarias con soberanía formal, y economías abiertas.
En cuanto al inmenso Brasil, ocurrió algo muy curioso. Por un sorprendente giro de la historia, se transformó de colonia del imperio portugués, en capital del imperio, pero sin Portugal, en poder de los franceses. Sacudido por incesantes levantamientos y revoluciones, produjo republicanos, místicos, rebeldes y hasta socialistas, pero ninguno de ellos reclamó la abolición de la esclavitud, que había sido suprimida en el resto de América Latina en la primera década de la independencia. Entre el librecambismo británico y el sudor de los negros parasitaba el Brasil Imperial: todos los integrantes de esa sociedad, "hasta los más pobres y desamparados", como dice Decio Freitas, vivían a expensas del trabajo de los esclavos.
El antagonismo de siglos entre el Reino de Portugal y el Reino de España, se trasladó a la América revolucionaria hasta nuestros días, gracias a los diligentes británicos, el "máximo común divisor" en la integridad de pueblos ajenos. Argentina y Brasil heredaron esa rivalidad, que era prestada. Por esa razón se elevó un muro entre ambos países, que afortunadamente ha sido derribado para siempre con el promisorio nacimiento del Mercosur.
Por su parte, Cuba era colonia española (hasta 1898), y como en el caso de Brasil, no participó de las guerras de la Independencia, que habían forjado lazos de sangre entre las patrias chicas de los viejos Virreinatos y Capitanías Generales. Como resultado de todo lo dicho, la independencia respecto de España, al no lograr mantener simultáneamente la unidad, eclipsó por un siglo y medio a la gran nación posible.
En otras palabras, América Latina no está corroída solamente por el virus del atraso económico. El "subdesarrollo", como dicen ahora los técnicos o científicos sociales, no posee un carácter puramente económico o productivo. Reviste un sentido intensamente histórico. Es el fruto de la fragmentación latinoamericana. Lo que ocurre, en síntesis, es que existe una cuestión nacional sin resolver. América Latina no se encuentra dividida porque es "subdesarrollada" sino que es "subdesarrollada" porque está dividida.
La Nación hispano-criolla, unida por el Rey, creada en realidad por la monarquía española, se convirtió en un archipiélago político, una polvareda confusa de islas múltiples, gobernadas por los antiguos oficiales de Bolívar o San Martín. Los jefes bolivarianos se habían sumido en la decepción o se habían corrompido en el poder; se dejaron mimar por los exportadores y hacendados. Estos se relamían los labios al atrapar, después de la sangre, las pequeñas soberanías, trocadas en prósperas satrapías. Esa historia se narra aquí.
A diferencia de las "historias" usuales de América Latina, que reproducen en la literatura el drama formal, pues describen las historias particulares de cada Estado a partir de la muerte de Bolívar, país por país, sin rastrear sus vínculos de origen, sin considerarlos como parte de una Nación desmembrada. Omiten evocar a los pensadores iberoamericanos que fueron la conciencia despierta de una América Latina entrevista como una totalidad histórica. Por el contrario este libro aspira a recrear como un conjunto todo lo que fue, lo que es y lo que será.
Durante décadas aparecieron libros sobre la "argentinidad", la "peruanidad", la "bolivianidad" o la "mexicanidad", en cantidades ingentes. Todos andaban a la busca de su propia identidad nacional o cultural, pero pocos se consagraron a redescubrir la identidad latinoamericana, que era la única capaz de permitir que América Latina, con todas sus partes, se delimitara como un poder autónomo ante un mundo codicioso y amenazante. En tal situación, no podía extrañar que desde el ocaso de los grandes unificadores, y hasta nuestros días, se reiteraran políticas y emprendimientos tendientes a hipertrofiar las diferencias o ahondar las particularidades.
Como cabía esperar, producida la Independencia de España, las nuevas estructuras contaron con sus obvios ejércitos, escudos, empréstitos ingleses, Constituciones, Códigos Civiles, héroes y villanos, y, por añadidura, con una literatura preciosa, hija de los puertos cosmopolitas y hasta con una historia para "uso del Delfín". Todo era chiquito, mezquino, provincial, pero cada Estado miraba por el rabillo del ojo hacia las nuevas Metrópolis anglo-sajonas, buscando en ellas las señales de aprobación.
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