JORGE ABELARDO RAMOS (I)
JORGE ABELARDO RAMOS (I)
LA GRAN DÉCADA
De su libro La era del peronismo, Ediciones del Mar Dulce, Buenos Aires, décima edición, junio de 1982. Páginas 112 a 115.
EL CORONEL ELOCUENTE Y LA BELLA ACTRIZ eran la pareja reinante en un país próspero. Si Perón había abandonado el uso del uniforme por vestimentas civiles y aún informales, Eva renunció rápidamente a los vestidos de Christian Dior y las joyas prodigiosas para usar un simple tailleur y un breve rodete en la nuca. El Presidente era el caudillo de los trabajadores, El primer trabajador. Y su mujer pasaba los días y las noches en el edificio del antiguo Consejo Deliberante, ahora Ministerio de Trabajo y Previsión, en la Diagonal Sur, bajo la mirada escéptica de Roca. Día y noche se ocupaba en atender viudas y huérfanos, mujeres abandonadas, madres desesperadas, chicos sin hogar. Todo esto era una sopa agria para el paladar de la oligarquía estupefacta. Su vieja hipocresía apenas podía soportarla; la clase media culta imitaba a la aristocracia en el asombro que les producía el gran espectáculo.
Con el fraude y la década infame, el país parecía haber dejado atrás el formalismo de Tartufo de la clase dominante, que escondía sus vicios y crímenes tras los gestos solemnes del formalismo jurídico. El Presidente tenía aires de un bon enfant, como dijo Ugarte. Su perpetua sonrisa era una especie de símbolo de la Argentina de posguerra. Habíamos salido del gran conflicto como neutrales y en calidad de acreedores. No se puede caminar por los pasillos del Banco Central, porque están cubiertos de cajas de oro, se jactaba Perón. Evita, por su parte, cobró pasión por su trabajo: descubrió la política, las mujeres pobres y la maravilla anti-borgeana de que no hay nada más estupendo que el amor colectivo. Oro en las arcas del Estado, hechizo en la multitud, uso y disfrute del poder ¿Qué más podían pedir esa muchacha provinciana y ese maduro oficial sin caer en uno de los defectos del carácter argentino, la fanfarronería? Así es como Eva envió juguetes a los niños pobres de Nueva Cork o regaló trigo a España. Pero no todo era fanfarronería. Cuando el verdugo Castillo Armas derribó con el dinero de la United Fruit Company al gobierno del Coronel Arbenz en Guatemala, varios centenares de perseguidos se refugiaron en la embajada argentina de la capital. Las compañías norteamericanas rehusaron venderles pasajes para salir del país. Perón resolvió entonces desviar de sus vuelos regulares a Europa a algunos aviones de la flota aérea estatal (FAMA) y tendió un puente aéreo entre Ciudad de Guatemala y Buenos Aires para salvar a los refugiados. La prensa norteamericana redobló sus ataques contra el dictador sudamericano. Su desafío a los Estados Unidos no sería olvidado.
Era una época barroca de pagana religiosidad popular. Los dos grandes héroes cívicos constituían, cosa extraña, un matrimonio. Innumerables procesiones, manifestaciones o concentraciones populares, homenajes al Presidente, montañas de flores de agradecidos gremios, campeonatos de fútbol o de sable, de box o de billar, eran brindados a Perón o Evita por los triunfadores. Las placas de bronce conmemorativos se acumulaban sobre las escasas paredes para recordar tal o cual ley benéfica. Raúl Alejandro Apolo, Secretario de Prensa, se encontraba al frente de una imponente burocracia de papel. Derramaba sobre la República millones de discursos, reseñas de actos, folletos conmemorativos, fascículos, volúmenes de propaganda o retratos. Pero ya nadie los veía, leía, conservaba o recordaba, tal era su profusión, equivalente a los nombres aduladores de estaciones de ferrocarriles, capital de provincia, pueblos, calles o provincias enteras: Provincia Eva Perón, Estación Juan Domingo Perón, calle Eva Perón, Ciudad Evita. La nomenclatura era abrumadora. Perón recibía este diluvio impreso con la más perfecta naturalidad y con una sonrisa cautivante. Siempre era locuaz, muchas veces demasiado. Tenía algo de picardía criolla, con una pizca de compadre, y un perpetuo guiño de complicidad en un ojo comprensivo. En sus discursos se permitía contar algún cuento de Discépolo ante la multitud. Otras veces, en un rapto de furor, como ocurrió después del atentado con bombas homicidas en la Plaza de Mayo, el 1° de mayo de 1953, cerró el acto con las palabras de Marx: Trabajadores del mundo, uníos. Agudo y también vulgar, rápido para capturar una buena idea al vuelo y hacerla suya, osado y prudente a la vez, tenía a su lado a otra criatura impar. Era preciso admitir que se movían en el vasto público dos actores que se sobreactuaban y se disputaban la escena. Era la victoria a dos voces. Parecía repetirse aquí la ocurrencia de Jean Cocteau: Víctor Hugo era un loco que se creía Víctor Hugo.
La generación posterior difícilmente puede imaginar el odio que tal pareja suscitó en la oligarquía tradicional y en la clase media urbana del sector profesional universitario o intelectual. Es claro que ese odio social estaba ampliamente compensado con el amor que las masas más pobres o desvalidas depositaban en Perón y Evita. Esta polarización enseña mucho más que una biblioteca consagrada al populismo y cuyos estupefacientes ejemplares pueden adquirirse a bajo costo en Europa o Estados Unidos.
Según lo establecía la tradición, las damas de la Sociedad de Beneficencia designaban Presidenta honoraria a las esposas de los Presidentes. Por lo general estas esposas pertenecían a la misma clase social, las mismas entidades mundanas y tenían los mismos gustos que las mencionadas Damas del viejo régimen. ¡Pero era una actriz! ¡Pero era la mujer de Perón! Eva era considerada universalmente como una prostituta, aún en ciertos círculos del Ejército, hostiles a Perón. Versiones escandalosas de sus humillaciones como aspirante a actriz o de sus romances con generosos protectores, eran voz corriente en la Argentina de 1945 a 1952. No resultó una sorpresa que la Sociedad de Beneficencia, formada por mujeres que hacían todo lo posible para que los pobres o desvalidos no desaparecieran jamás del país, y que también disponían de tiempo para alcanzarles un pedazo de pan, rehusaran designar a Eva como su Presidenta. La excusa fue la juventud de la señora de Perón. La respuesta de Evita fue mordaz: Si no me aceptan a mí pueden nombrar a mi madre. Era previsible el decreto del Poder Ejecutivo del 7 de setiembre de 1946 por el que se resolvía liquidar la entidad y sus bienes. Toda transacción entre Perón y la oligarquía, entre Eva y la Sociedad de Beneficencia, resultaba imposible.
Cinco días más tarde Eva Perón se entrevistaba con Ricardo Guardo, Presidente de la Cámara de Diputados de la Nación y le solicitaba la pronta sanción de los derechos políticos de la mujer. Sus dos artículos principales decían:
Artículo 1 Las mujeres argentinas tendrán los mismos derechos políticos y estarán sujetas a las mismas obligaciones que les acuerden o imponen las leyes a los varones argentinos.
Artículo 2 Las mujeres extranjeras residentes en el país tendrán los mismos derechos políticos y estarán sujetas a las mismas obligaciones que les acuerden o imponen las leyes a los varones extranjeros, en caso de que éstos tuvieran tales derechos políticos.
Algún tiempo después, un diputado radical, verboso y bilioso, Ernesto Sanmartino, había calificado a las masas populares del 17 de octubre de 1945 como un verdadero aluvión zoológico. En la Cámara, el 22 de julio, el mismo diputado presentó un proyecto de ley que establecía que
las esposas de los funcionarios públicos, políticos y militares, no pueden disfrutar de honores ni de ninguna clase de prerrogativas de las que gozan sus maridos, ni pueden asumir la representación de éstos en los actos públicos.
Pero eran días huracanados. Evita ignoró todas las críticas. Se había lanzado a la política con un aire desafiante, orgullosa de ser ella misma y encarnar a los olvidados, pisoteados y ofendidos. Fue la gran vengadora. Perón no ahorraba tampoco sus críticas a la antigua clase dominante. Rindió un homenaje a las enfermeras, a la mujer argentina:
no a la que gasta sus noches en una boite, sino a la que consume su juventud y su vida al lado de un enfermo; no a la que gasta sus días recorriendo tiendas, buscando pretextos para gastar dinero, sino a la que lleva a sus hijos el pan ganado en las fábricas o en las tareas domésticas.
Era un homenaje del Coronel, ahora General, a las obreras y a las sirvientas. Pero ya no había sirvientas.
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