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MIRANDO AL SUR - augusto alvarado


17 DE OCTUBRE

<hr><h2><u>17 DE OCTUBRE</h2></u>

Una jornada muy particular



Por Abel Posse
(para La Nación – Octubre 1998)

Días agobiantes de verano húmedo, malsano. Buenos Aires jadeaba como una bestia desganada y febril. Victoria Ocampo debió de haber abierto su balcón en Barrio Parque para refrescar desde la mañana sus jazmines y rosales.

Eran tiempos de afirmación democrática mundializada. Todavía humeaban las ruinas de Dresde, de Hamburgo, de Hiroshima. Los vencedores se repartían el mundo y escribían la nueva cartilla moral. La Argentina, gracias al neutralismo de Yrigoyen, de Justo, de Ruiz Guiñazú y de los militares, emergía económicamente triunfante. Pero se presentía que estaba terminando un ciclo de estabilidad y de corrección monetarista y macroeconómica, que como hoy, en 1998, dejaba un trasfondo de graves postergaciones sociales, de olvidos. Como lo había detallado Bunge en su famoso libro, el 80 por ciento de la riqueza argentina se concentraba en torno a Buenos Aires, en un irrisorio radio de 500 kilómetros. Era la increíble Reina del Plata con su noche incesante, su babilonia racial, ideológica, moral, y, por el otro lado, el bostezo infinito de las provincias olvidadas.

Braden, el toro de combate

Desde el Barrio Norte hasta Flores eran días de fervorosa movilización contra «la amenaza nazifascista» del coronel Perón. Una mañana después del generoso riego de geranios, Victoria habló con sus amigos. Se habían coordinado para enviar un telegrama al Departamento de Estado, en el que solicitaban el urgente envío de ese toro de combate que sería el embajador Spruille Braden. Sólo eso nos podía salvar de la fundación de un cuarto Reich. (Aparte de la promotora, lo firmaron Houssay, González Iramain, Moreau de Justo, Alejandro Ceballos, Juan Antonio Solari, y una decena más de gente seria y responsable.) El 19 de septiembre se había producido la Marcha de la Constitución y de la Libertad. Tal vez medio millón de porteños se expresó urgiendo el inmediato paso del gobierno a la Corte Suprema. Aunque ya había empezado en Berlín la Guerra Fría, Joaquín de Anchorena y Antonio Santamarina sellaban un caluroso pacto moscovita con Rodolfo Ghioldi y Ernesto Giúdice, los líderes del estalinismo local, que habían recibido desde el Kremlin el diagnóstico del fascismo terminal de Perón... Durante las jornadas de protesta en la plaza San Martín, el Comité Insurreccional comunista organizaba con Anchorena, María Rosa Oliver y Américo Ghioldi las idas y venidas de la conspiración democratizadora. El centro de operaciones estaba en la deliciosa y fenecida cervecería Adam.

Los militares, con su simpleza geométrica de entonces, pensaron que para mantener en el poder a la revolución del 43 y negociar con la presión nacional e internacional era necesario cortar la cabeza de la revolución: la del coronel Perón. No viene al caso repetir lo que está brillantemente escrito por Félix Luna o Ruiz Moreno. Perón fue desposeído de todos sus cargos y demonizado por los diarios, desde The New York Times hasta La Prensa. Nadie comprendía entonces que era pionero de una renovación de signo social que el mundo legitimaría después, con las socialdemocracias y hasta con esta temblequeante "tercera vía", laica, pragmatoide y municipal que hoy intentan ante la implosión mercantilista. Detuvieron a Perón, separaron a Evita a los empujones. (Ella estaba segura de que se lo llevaban para matarlo.)

La chispa y la leña

Antes, él se había despedido en la Secretaría de Trabajo y Previsión ante setenta mil, empleados, sindicalistas y obreros, lanzando su bomba secreta: esas generosas medidas que habían soñado los socialistas en su estética parlamentaria, después de aceptar el golpe de Uriburu-Justo y la institucionalización del fraude "patriótico" contra la mayoría radical. Aumento inmediato de sueldos, salario vital móvil, vacaciones pagas, participación obrera en las ganancias... Un fuego de revuelta y convocatoria recorrió la Argentina desesperada. Tal vez el capitán Russo, el coronel Mercante y un grupo de sindicalistas de izquierda encendieron una hoguera. Fue la chispa, pero la leña estaba reseca y había un líder...

A las seis de la mañana lo trajeron a Perón de Martín García en una lancha que se zangoloteaba. El coronel debe de haber visto en el capitán Mazza el perfil de carente, porque le preguntó con su humor medio ladino: "¿Me llevan a mi departamento de Posadas o a fusilarme?" Quedó detenido, con un piyama celeste, en el quinto piso del Hospital Militar. Conocemos la crónica. El levantamiento de los puentes, los camiones municipales, los tranvías desviados hacia la Plaza de Mayo.

Perón llamaba continuamente a Eva para tranquilizarla. Le dijo la verdad: que la política le daba asco y que ya en dos ocasiones le había pedido al presidente Farrell el retiro. Estaban perdidamente enamorados. Pondrían una chacra en Chubut. Era cuestión de horas... Pero ella no creía que no lo matarían. Lloraba y esperaba en el departamento de Posadas.

Algo pasa en la calle, Bachi...

A las siete de la tarde, Perón le preguntó al coronel Pistarini, emisario de los mandos militares: "¿Es verdad qué hay mucha gente, che?"

Vernengo Lima, el almirante, creyó que todavía había tiempo para "reprimir", pero ya eran casi cien mil y seguían viniendo como si cayesen de todas las costuras invisibles de la Argentina sumergida. Sanmartino los llamaría "el aluvión zoológico". El calor era agobiante. Gritaban estribillos pidiendo por Perón y se refrescaban los pies en las fuentes circulares, hasta entonces sólo mancilladas por las obesas palomas municipales, por el novio zambullido en despedidas de soltero o por el Negro Raúl vestido de almirante, que la barra de Macoco había tirado al agua.

A las nueve de la noche era un mar nuevo, de cabezas y torsos nada elegantes para la París del Plata. Pero era la mayor multitud espontánea que había conocido la historia argentina.

El coronel llegó a las seis de la tarde, preso y descompuesto. A las siete de la tarde era el hombre más poderoso de la Argentina y de nuestra América.

Después de la apoteosis se encontró con Eva, en el departamento de Posadas. Se abrazaron y partieron para refugiarse en lo de Subieza, en San Nicolás.

Para quien esto escribe, aquel día tan particular conlleva todo el recuerdo de ese octubre caliente, con las interminables tardes que pasaba preparándose para el ingreso al Nacional de Buenos Aires. La abuela estaba ya enferma. Era una tucumana orgullosa, de pocas palabras, como si su verdadera vida quedase para siempre hasta dos décadas atrás.

Al anochecer, aunque vivíamos a tres cuadras de Rivadavia, se oían los estribillos de las tandas de camiones. Mi abuela, cosa rara, abrió el balcón de la calle. Le pregunté:

-¿Qué pasa, abuela?

-Algo raro pasa en la calle, Bachi- me dijo.

Ella murió diez días después. No pudo enterarse de mi difícil ingreso al Nacional Central para las torturas educativas.

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