Blogia
MIRANDO AL SUR - augusto alvarado


LA INTELIGENCIA SEMI-COLONIAL

<hr><h2><u>LA INTELIGENCIA SEMI-COLONIAL</h2></u> Por Jorge Abelardo Ramos (*)

(*) De su libro “La era del peronismo”, Ediciones del Mar Dulce, 10° edición, Buenos Aires, Junio de 1982 – Páginas 188 a 190.

Los intelectuales argentinos, una parte de ellos ¿rechazan su país? Vale la pena indagar el asunto.

Si Rabindranath Tagore, en la India de Gandhi, hubiera adoptado la ciudadanía inglesa mientras el pueblo hindú era azotado y expoliado por Gran Bretaña, el hecho hubiera ocasionado un escándalo. Pero la circunstancia de que Julio Cortázar –ex gerente de Editorial “Sur”, y habilidoso urdidor de cuentos leves y “puzzles” literarios- adoptara la nacionalidad francesa, no impresionó a nadie en la Argentina semi-colonial y “europea”. Al contrario, cuando el mismo Cortázar, que había manifestado una altanera indiferencia o, en el mejor de los casos, escasas simpatías hacia el peronismo, se declaró bruscamente partidario de la Revolución Cubana, despertó una acusada admiración entre sus lectores, que integran la misma clase a la que pertenece Cortázar (la clase media, más o menos mejorada por una mano de cultura). En Francia, Cortázar, como ciudadano francés, observa buena conducta hacia De Gaulle. Solo se manifestaba contra la dictadura de Onganía en Argentina y a favor de Fidel Castro en La Habana. El primero se encontraba, por lo menos, a unos 12.000 kilómetros de París; y el segundo, a unos 6.000 kilómetros. El cultivo de esta prudente ideología geográfica ha deparado muchas satisfacciones a Cortázar. La tranquilidad no es la menor de ellas. Todo era distante en Cortázar, menos su condición de francés, que le imponía buenos modales. En la Polonia martirizada y humillada por el zarismo ruso del siglo XIX, los poetas cantaban a su pobre patria. Aquí en la Argentina, el más notable de todos, Borges, se burla de la noción misma de patria: acaso, dice, ¿debemos repetir como algunos antiguos el absurdo de que la luna de Corinto sea más bella que la luna de Atenas? Y aboga por la extinción de las fronteras.

La Argentina, a diferencia de las colonias de corte clásico, que sufren la dominación extranjera directa (como en el caso de Argelia, la India o Angola) es una semicolonia en cuyo suelo habita un desdoblamiento de una parte de la sociedad española y europea mestizada con los criollos originarios. Hablamos y escribimos en lengua europea. La religión dominante es el catolicismo de Roma. El núcleo criollo de la Argentina, y la constitución multiétnica de su población es, pues, muy diferente a las colonias antedichas, en cuyo territorio se oponen dos religiones, dos lenguas, dos culturas, dos estilos de vida y de hábitos. La formación de la conciencia nacional es más simple y directa en la colonia africana o asiática que en la semi-colonia latinoamericana, impregnada de ideas, lenguas, costumbres y hasta intereses de clases internas articuladas a las grandes metrópolis. Las dificultades del proceso de autoconciencia crítica de su identidad nacional y cultural surgen para los argentinos –y para los intelectuales en particular- de ese hecho.

No es posible olvidar en este análisis que una parte considerable de las clases medias urbanas (y portuarias) de la Argentina habían sido destinatarias específicas de los beneficios proporcionados por la estrecha asociación entre el Litoral cultivable y la economía europea. El “europeismo” y el librecambismo de esas capas de las clases medias no eran flores del aire. Todos los patrones culturales de Europa eran absorbidos a bocanadas, como aire fresco renovador, por incontables generaciones del mandarinato. Según las épocas y modas, la “inteligencia” había literalmente renovado el positivismo, el simbolismo, el evolucionismo, el ultraismo, el socialismo y el comunismo, la arquitectura de Gropius y Le Corbusier, la literatura proletaria de la escuela de Lunatcharsky y el arte abstracto de Mondrian, la música de Stravinsky. Toneladas de Anatole France y Romaní Rolland, Huxley y Eliot, Milosc o Sartre, sin olvidar a Monnier, Marx, Russell y (hablando lúgubremente) Giovanni Gentile y Stalin. Más cerca aún, Althousser y Gramsci. ¿Para qué serviría a la fastuosa colonia rioplatense esa tienda de “bric a brac” teórica, esa ropavejería de las culturas clásicas o revolucionarias, sino para trabar, por ausencia de elaboración interior, el crecimiento de una visión singular de la Argentina, nacida y acariciada en el latido del subsuelo, formada en el aire, sabor y perfil del cielo hispanocriollo, sustancia única que no puede encontrarse fuera de aquí en el ancho universo? No había servido para nada.

Y no había servido para nada porque cuando la historia, con su vozarrón, se ponía en movimiento, todo ese equipaje europeo era demasiado pesado para comprender como argentinos lo que estaba ocurriendo ante nuestros ojos. De un solo trazo los acontecimientos desnudaban la imagen del pueblo real, del pueblo de aquí. Y los intelectuales de izquierda manifestaban el mismo desagrado visceral que los intelectuales de derecha ante aquello que presenciaban. Es que el “pueblo-Nación” del que hablaba Gramsci (se decían en voz baja, como en secreto) no era éste, que tenía olor a sudor y era procaz en sus grandes días, sino aquél otro, el amado pueblo de los libros, esa multitud abstracta de las bibliotecas y de los cafés humosos, dócil multitud que podría ser adecuadamente ilustrada en un falansterio situado en el futuro.

Los ejemplos de ese desinterés esencial por lo propio son innumerables. La inteligencia argentina (que se reclutaba entre algunos pocos hijos de la oligarquía y la tropa de la ambiciosa clase media) desconocía todo lo importante y acogía con pasión aquello que no merecía ni una mirada. En 1944 había pasado como una sombra melancólica por Buenos Aires el impar venezolano Rufino Blanco Bombona, ante la indiferencia general. Era una de las pocas voces de América Latina. Había sido amigo de Manuel Ugarte y de Unamuno. Su vida de conspirador, prisionero, gobernador en América y España duelista y polemista era más extraordinaria que la más intensa de las novelas. Hombre de carne y hueso, lleno de vitalidad, brillo e ironía, conocía la historia argentina y sus supercherías mejor que la mayor parte de los argentinos. Esto no se perdonaba. Sus memorias y ensayos son de los pocos libros que pueden leerse con placer después de ochenta años de haber sido escritos. (Confesemos que esto es muy raro en América Latina, donde con frecuencia no vale la pena leer hasta libros que aún chorrean tinta fresca). Blanco Bombona vagó por las calles de la gran ciudad totalmente solo. Murió un día de 1944 y en la comisaría donde yacía su cadáver nadie sabía cómo identificarlo.

Había vivido sus últimos días en el City Hotel. La SADE (Sociedad Argentina de Escritores) opuso reparos para velarlo en su sede. ¡Y pensar que era la única actividad a la que se consagraba! “La Nación” omitió su muerte, como había ignorado su vida. ¡Qué poderoso es el silencio de esos diarios que ahogan la verdad en el océano de sus avisos de rematadores! “Crítica”, espuma del chantaje, lo difama. Justo homenaje de los coloniales al gran bolivariano. Blanco Bombona ya los había retratado:

“Nadie deseaba la originalidad, sino la imitación: continuar a Europa, simularla, simiarla. El mono es animal del Nuevo Mundo. Haremos con la cultura lo que hizo con la navaja el orangután que vio afeitarse a un hombre: nos degollaremos”. (1)

(1) Rufino Blanco Fombona, “Camino de imperfección”, Ed. América, Madrid, 1932.

0 comentarios