LECCIONES DE LA IMAGINACIÓN
Por Sergio Ramírez
San José, noviembre 2004.
Ahora que celebramos este año el centenario del nacimiento de Alejo Carpentier, que se cumple en el mes de diciembre, no puedo sino pensar en él como el padre fundador de la imaginación mágica en nuestra literatura, un aporte del Caribe al acervo de nuestra cultura hispanoamericana.
¿Dónde sino en el Caribe de Carpentier habría de aparecer Henri Christophe, el personaje de El reino de este mundo, antiguo cocinero de una fonda que peleó por la libertad de los esclavos y luego inventó el trono de Haití para coronarse rey? Un rey que llegó a tener poder de vida y muerte sobre sus súbditos, los antiguos esclavos que él mismo había liberado, después de pasar a cuchillo a los colonos franceses, y que bajo su férula volvían a ser lo mismo de siempre, esclavos. Una historia que no la magia, sino la realidad, sigue repitiendo incesantemente en Haití.
El rey Christopher hizo construir encima de las lejanas rocas de las cumbre del Gorro del Obispo la ciudadela de La Ferrière, cada bloque de piedras subido a lomo de sus súbditos esclavos, y en el palacio de cantera rosada de Sans Souci estableció su remedo de corte francesa con duques y marqueses que llevaban ahora las pelucas empolvadas de sus antiguos amos.
A las ventanas del palacio se asomaban damas coronadas de plumas, con el abundante pecho alzado por el talle demasiado alto de los vestidos de moda. En uno de los suntuosos salones ensayaba una orquesta de cámara. Los oficiales de casaca roja y bicornio, con espadas al cinto, parecían oficiales napoleónicos. Negras eran aquellas hermosas señoras, de firme nalgatorio, que ahora bailaban la rueda en torno a una fuente de tritones. Y aquel mundo maravilloso se vuelve inexplicable para Ti Noel, el antiguo esclavo, ya anciano, que lo está viendo todo con ojos de asombro, y sobre cuya espalda los capataces van a encajar pronto una piedra para que la lleve, uno más entre aquel hormiguero de esclavos, hasta la cumbre donde se construye la fortaleza de La Ferrière.
Cuánto tiene que ver la ambición de poder con estas fantasmagorías. Es que somos parte de una misma tramoya, imágenes del mismo juego de espejos. Una gran olla en la lumbre, donde hierven ambiciones y delirios. Y, otra vez, la vieja pregunta acerca de la realidad y la imaginación. En las páginas de su otra novela memorable, El siglo de las luces, suena el clarín de una batalla, la batalla por los derechos del hombre que encandilará la imaginación de ese héroe confuso que es Víctor Huges, comerciante de ultramarinos transfigurado en revolucionario.
La Revolución Francesa viene a proclamar la abolición de todos los privilegios reales, y los de casta, a anunciar algo tan peligroso y disolvente como la abolición de la esclavitud. Y Víctor Huges abolirá en Cayena y Guadalupe la esclavitud bajo el directorio, agente fiel de Robespierre, y la restablecerá sin parpadeos bajo el consulado, agente fiel de la restauración. Lo que importa es el poder, no su color. Las palabras que llevan a la acción, y la acción que contradice las palabras. No hay conciliación posible. Lo alegórico para Carpentier es que las revoluciones son hechos históricos que desbordan la suerte de los personajes. Un péndulo que va y viene, de la luz hacia la oscuridad, repitiendo el mismo viaje desde siempre. El poder, que se vuelve contra los ideales. Las revoluciones que terminan en fracasos éticos, y devoran a sus propios hijos, como Saturno. Es una lección que todavía seguimos aprendiendo.
No libra Carpentier a las revoluciones de su sino trágico. Las revoluciones son deidades mudas, como la guillotina embozada que Víctor Huges trae a América desde Francia, y que navega en las aguas del Caribe sobre la cubierta de un barco que será luego un barco fantasma. Nadie puede librar su cabeza de ese péndulo con filo de guillotina que es el destino vestido con los ropajes del poder.
Ya hemos oído muchas necedades acerca del fin de la historia, y Carpentier no iba a ser quien se adelantara a proclamar esas necedades. Una revolución no se discute, se hace, proclama Víctor Huges. Pero para un novelista, que prueba no ser ingenuo, la repetición de la historia humana no termina con ninguna ideología, o con la imposición de un régimen político. Porque los seres humanos siguen siendo los mismos, nos advierte. Víctor Huges, el paladín de los ideales libertarios, termina cazando con perros de presa por los montes a los esclavos que él mismo había liberado.
Esta es una de las mejores lecciones de la imaginación, dictada por la inclemente realidad, que Carpentier, nuestro padre fundador, real y maravilloso, nos deja como perdurable herencia literaria.
San José, noviembre 2004.
Ahora que celebramos este año el centenario del nacimiento de Alejo Carpentier, que se cumple en el mes de diciembre, no puedo sino pensar en él como el padre fundador de la imaginación mágica en nuestra literatura, un aporte del Caribe al acervo de nuestra cultura hispanoamericana.
¿Dónde sino en el Caribe de Carpentier habría de aparecer Henri Christophe, el personaje de El reino de este mundo, antiguo cocinero de una fonda que peleó por la libertad de los esclavos y luego inventó el trono de Haití para coronarse rey? Un rey que llegó a tener poder de vida y muerte sobre sus súbditos, los antiguos esclavos que él mismo había liberado, después de pasar a cuchillo a los colonos franceses, y que bajo su férula volvían a ser lo mismo de siempre, esclavos. Una historia que no la magia, sino la realidad, sigue repitiendo incesantemente en Haití.
El rey Christopher hizo construir encima de las lejanas rocas de las cumbre del Gorro del Obispo la ciudadela de La Ferrière, cada bloque de piedras subido a lomo de sus súbditos esclavos, y en el palacio de cantera rosada de Sans Souci estableció su remedo de corte francesa con duques y marqueses que llevaban ahora las pelucas empolvadas de sus antiguos amos.
A las ventanas del palacio se asomaban damas coronadas de plumas, con el abundante pecho alzado por el talle demasiado alto de los vestidos de moda. En uno de los suntuosos salones ensayaba una orquesta de cámara. Los oficiales de casaca roja y bicornio, con espadas al cinto, parecían oficiales napoleónicos. Negras eran aquellas hermosas señoras, de firme nalgatorio, que ahora bailaban la rueda en torno a una fuente de tritones. Y aquel mundo maravilloso se vuelve inexplicable para Ti Noel, el antiguo esclavo, ya anciano, que lo está viendo todo con ojos de asombro, y sobre cuya espalda los capataces van a encajar pronto una piedra para que la lleve, uno más entre aquel hormiguero de esclavos, hasta la cumbre donde se construye la fortaleza de La Ferrière.
Cuánto tiene que ver la ambición de poder con estas fantasmagorías. Es que somos parte de una misma tramoya, imágenes del mismo juego de espejos. Una gran olla en la lumbre, donde hierven ambiciones y delirios. Y, otra vez, la vieja pregunta acerca de la realidad y la imaginación. En las páginas de su otra novela memorable, El siglo de las luces, suena el clarín de una batalla, la batalla por los derechos del hombre que encandilará la imaginación de ese héroe confuso que es Víctor Huges, comerciante de ultramarinos transfigurado en revolucionario.
La Revolución Francesa viene a proclamar la abolición de todos los privilegios reales, y los de casta, a anunciar algo tan peligroso y disolvente como la abolición de la esclavitud. Y Víctor Huges abolirá en Cayena y Guadalupe la esclavitud bajo el directorio, agente fiel de Robespierre, y la restablecerá sin parpadeos bajo el consulado, agente fiel de la restauración. Lo que importa es el poder, no su color. Las palabras que llevan a la acción, y la acción que contradice las palabras. No hay conciliación posible. Lo alegórico para Carpentier es que las revoluciones son hechos históricos que desbordan la suerte de los personajes. Un péndulo que va y viene, de la luz hacia la oscuridad, repitiendo el mismo viaje desde siempre. El poder, que se vuelve contra los ideales. Las revoluciones que terminan en fracasos éticos, y devoran a sus propios hijos, como Saturno. Es una lección que todavía seguimos aprendiendo.
No libra Carpentier a las revoluciones de su sino trágico. Las revoluciones son deidades mudas, como la guillotina embozada que Víctor Huges trae a América desde Francia, y que navega en las aguas del Caribe sobre la cubierta de un barco que será luego un barco fantasma. Nadie puede librar su cabeza de ese péndulo con filo de guillotina que es el destino vestido con los ropajes del poder.
Ya hemos oído muchas necedades acerca del fin de la historia, y Carpentier no iba a ser quien se adelantara a proclamar esas necedades. Una revolución no se discute, se hace, proclama Víctor Huges. Pero para un novelista, que prueba no ser ingenuo, la repetición de la historia humana no termina con ninguna ideología, o con la imposición de un régimen político. Porque los seres humanos siguen siendo los mismos, nos advierte. Víctor Huges, el paladín de los ideales libertarios, termina cazando con perros de presa por los montes a los esclavos que él mismo había liberado.
Esta es una de las mejores lecciones de la imaginación, dictada por la inclemente realidad, que Carpentier, nuestro padre fundador, real y maravilloso, nos deja como perdurable herencia literaria.
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