NUESTRO GLOBALISMO PROVINCIANO
Por Carlos Parker Almonacid (*)
El Mostrador - 7 de Enero del 2005
El reciente cataclismo y maremoto que afectó a las costas de Asia ha vuelto a poner de relieve esta costumbre informativa tan nuestra. Que es un hábito de los medios, pero que se funda en una determinada manera, pequeña, provinciana y ombliguista de ver el mundo y sus circunstancias.
Con ocasión de los atentados terroristas a las Torres Gemelas, aquel fatídico 11 de septiembre, los medios nacionales de prensa y particularmente la televisión, informaron de las alternativas del suceso en un tono y un modo tal, que un observador desaprensivo hubiese perfectamente podido imaginar que los acontecimientos que se mostraban en vivo y en directo no estaban teniendo lugar en el extremo sur de la Isla de Manhattan, Nueva York, sino que, más o menos, en la intersección de avenida Santa Rosa con la Alameda.
Una vez pasado el estruendo inicial, los énfasis informativos de nuestros medios comenzaron a ser colocados, no en las causas probables que habrían motivado este acto deleznable ni en sus consecuencias venideras, de las cuales han habido muchas y muy graves, sino en las impresiones de testigos casuales u observadores improvisados. Así las cosas, las pantallas, las portadas y las notas de fondo fueron reservadas mayoritariamente no a los analistas expertos, sino a los
testigos presenciales, preferentemente compatriotas, quienes nos relataron con lujo de detalles sus sensaciones, sentimientos y temores tras el atentado.
Daba lo mismo si los entrevistados hubiesen presenciado los impactos y el derrumbe de las torres a kilómetros de distancia o incluso si hubiesen seguido el mortal acontecimiento por la televisión, tal como usted o como yo lo hicimos desde Chile. Lo importante era que los entrevistados nos brindaran sus impresiones desde Nueva York y sobre todo, que no se tratara de cualquier testimonio, sino de uno rendido por chilenos. Como si aquellas impresiones, por el solo hecho de provenir de compatriotas, estuvieran a diferencia de otras, revestidas de un colorido y un valor objetivo e informativo especial.
Más recientemente, con motivo del atentado criminal a la estación de Atocha en Madrid volvimos a ser testigos de un tratamiento periodístico semejante del suceso. Otra vez la prensa concentró su atención en los testimonios de compatriotas. De modo que vimos comparecer a algunos que habían estado en el sitio del suceso en el momento de la tragedia, o poco antes, y supimos de varios otros testimonios de chilenos o chilenas que por la sola y aleatoria circunstancia de vivir en Madrid, o estar de paso por la capital española, se estimaron como fuentes informativas privilegiadas.
Tal pareciera que cualquier tragedia de proporciones que tenga lugar en algún sitio de nuestro asolado mundo no llega a ser verdaderamente tal, si acaso no llega a afectar directa o indirectamente a alguno de nuestros compatriotas. Más todavía, uno llega a pensar que para que dicha tragedia pueda verdaderamente llegar a interesarnos y eventualmente a conmovernos, fuese preciso que la misma fuese experimentada directamente por un chileno, o cuando menos, teniendo como testigo presencial a un compatriota.
No resistimos no estar ahí. Precisamente en el lugar mismo donde la tragedia que golpeará al mundo está ocurriendo o acaba de ocurrir. Así es que buscamos cualquier subterfugio mediático para marcar nuestra presencia, de modo tal que cuando este enganche no está presente o no es posible improvisarlo, ni llegamos a enterarnos de lo que ha ocurrido y mucho menos a impresionarnos.
Mencionemos el caso de África sub-sahariana. Una región que está casi permanentemente sometida a devastadores fenómenos naturales y sociales que han costado y sigue costando diariamente la vida a miles de personas. Hambrunas, sequías inclementes, guerras civiles, luchas étnicas, pandemias, etc., son el pan amargo de cada día en una región que se debate cotidianamente en medio de la tragedia más pavorosa. Pero de todo aquello, la mayoría de las veces ni llegamos a imponernos. O al menos lo que llegamos a conocer no alcanza para indigestarnos mientras degustamos nuestra cena, en el preciso instante en que los noticiarios, nos muestran al pasar como niños africanos son literalmente comidos por
las moscas.
De modo que mientras no existan chilenos de por medio, podemos soportar impávidos y casi indiferentes los destrozos y pérdidas de vidas humanas con motivo de un terremoto, una inundación, un tifón, una erupción volcánica o cualquier otro desastre provocado por fenómenos naturales. También será posible que podamos resistir sin echarnos a llorar a mares, el conocer del descarrilamiento de un tren en Bangladesh, las consecuencias de un devastador desastre aéreo en el Kurdistán, el estallido de una nueva guerra civil sangrienta en Liberia, un atentado terrorista en alguna ciudad iraquí o el transitar galopante del Sida por medio continente africano.
Pero no dejaremos de estar atentos y sobrecogidos ante el avance de un huracán que amenaza las Costas de Florida. Especialmente si tal situación de pánico e incertidumbre puede ser ilustrada con los irremplazables testimonios de compatriotas residentes, o por lo menos, que se encuentren pasando sus vacaciones en Miami o algún otro punto turístico de la zona bajo peligro.
Sin ir más lejos, la sempiterna tragedia de Haití estuvo siempre allí, o al menos por más de un centenar de años para quién quisiera verla, condolerse y rebelarse contra ella. Pero solo vinimos a reparar verdaderamente en su existencia cuando nos involucramos como país en el proceso pacificación tras la debacle generalizada y enviamos nuestras tropas. Como se sabe, ello fue la consecuencia de un acto que involucró una definición y una decisión política meditada y de la mayor trascendencia.
Aun así, no deja de llamar la atención que la mayoría de los despachos periodísticos provenientes de la isla caribeña no tengan como propósito principal difundir la situación imperante, que es catastrófica y dramática, sino de informarnos sobre las condiciones de existencia y trabajo de nuestros efectivos militares, con especial énfasis en los naturales sentimientos de nostalgia de la patria y la familia lejana.
El reciente cataclismo y maremoto que afectó a las costas de Asia ha vuelto a poner de relieve esta costumbre informativa tan nuestra. Que es un hábito de los medios, pero que se funda en una determinada manera, pequeña, provinciana y ombliguista de ver el mundo y sus circunstancias.
Se conoce de más de 150 mil victimas fatales y un nivel de destrucción impresionante. Las imágenes que ha mostrado la televisión sobre el momento mismo en que ocurre el desastre son impactantes. Más todavía lo son las rumas de cadáveres y el dolor y la tristeza reflejado en los rostros de los sobrevivientes.
Cualquiera puede ver que estamos frente a una catástrofe de proporciones bíblicas cuyo costo en vidas humanas y bienes materiales quizá nunca se llegue a conocer exactamente. Pero nosotros, los chilenos, optamos por permanecer aferrados, en lo principal, a escudriñar en la vida del grupo de compatriotas que resultaron afectados, la gran mayoría de los cuales lograron sobrevivir, como si nada más nos importara real y sinceramente, y la tragedia en si no fuera más que el contexto, el paisaje desolado que encuadra la dura experiencia que casualmente experimentaron nuestros compatriotas de vacaciones por tan infaustas latitudes.
Quizás por lo mismo las entidades que abrieron cuentas bancarias para recolectar ayuda para las victimas no han querido dar a conocer los montos hasta ahora acumulados. Se sabe, sin embargo, que las cifras son vergonzosamente escuálidas para un país que se precia de exitoso e integrado plenamente al mundo. Hasta allí no más llega nuestra capacidad de compasión y solidaridad. Justo hasta el momento de tener que ser lo suficientemente generoso como para llevarse la mano al bolsillo, por lo menos al propio.
Triste y limitado entendimiento de la globalización el nuestro. Más triste todavía nos parece cuando nuestra falta de generosidad tiene lugar cuando todavía se escuchan los ecos de la muy reciente Cumbre APEC, ocasión en que precisamente acogimos cálida y entusiastamente a los líderes de varias de las economías de países afectados por la tragedia. Claro que para entonces los veíamos como socios y por lo mismo como canales para concretar nuevas oportunidades para incrementar nuestro comercio. No como las víctimas arrasadas de un evento telúrico que inopinadamente vino a poner de relieve las precariedades de toda índole tras el boato y la espectacularidad de las ceremonias.
Para variar, los chilenos podríamos volver a mirar el mundo como lo que esencialmente es. Una tierra poblada por personas de carne y hueso, que son y representan bastante más que potenciales mercados para nuestras exportaciones. Si nos esforzamos un poco, veremos a seres que efectivamente consumen, pero que también sufren y lloran cuando son golpeados por la adversidad y deben perder a sus familiares y sus escasos bienes. Ni más ni menos que como nosotros, que bien sabemos de catástrofes y de la importancia de la solidaridad internacional, generosa y oportuna frente al dolor y la necesidad.
(*) Carlos Parker Almonacid es cientista político.
El Mostrador - 7 de Enero del 2005
El reciente cataclismo y maremoto que afectó a las costas de Asia ha vuelto a poner de relieve esta costumbre informativa tan nuestra. Que es un hábito de los medios, pero que se funda en una determinada manera, pequeña, provinciana y ombliguista de ver el mundo y sus circunstancias.
Con ocasión de los atentados terroristas a las Torres Gemelas, aquel fatídico 11 de septiembre, los medios nacionales de prensa y particularmente la televisión, informaron de las alternativas del suceso en un tono y un modo tal, que un observador desaprensivo hubiese perfectamente podido imaginar que los acontecimientos que se mostraban en vivo y en directo no estaban teniendo lugar en el extremo sur de la Isla de Manhattan, Nueva York, sino que, más o menos, en la intersección de avenida Santa Rosa con la Alameda.
Una vez pasado el estruendo inicial, los énfasis informativos de nuestros medios comenzaron a ser colocados, no en las causas probables que habrían motivado este acto deleznable ni en sus consecuencias venideras, de las cuales han habido muchas y muy graves, sino en las impresiones de testigos casuales u observadores improvisados. Así las cosas, las pantallas, las portadas y las notas de fondo fueron reservadas mayoritariamente no a los analistas expertos, sino a los
testigos presenciales, preferentemente compatriotas, quienes nos relataron con lujo de detalles sus sensaciones, sentimientos y temores tras el atentado.
Daba lo mismo si los entrevistados hubiesen presenciado los impactos y el derrumbe de las torres a kilómetros de distancia o incluso si hubiesen seguido el mortal acontecimiento por la televisión, tal como usted o como yo lo hicimos desde Chile. Lo importante era que los entrevistados nos brindaran sus impresiones desde Nueva York y sobre todo, que no se tratara de cualquier testimonio, sino de uno rendido por chilenos. Como si aquellas impresiones, por el solo hecho de provenir de compatriotas, estuvieran a diferencia de otras, revestidas de un colorido y un valor objetivo e informativo especial.
Más recientemente, con motivo del atentado criminal a la estación de Atocha en Madrid volvimos a ser testigos de un tratamiento periodístico semejante del suceso. Otra vez la prensa concentró su atención en los testimonios de compatriotas. De modo que vimos comparecer a algunos que habían estado en el sitio del suceso en el momento de la tragedia, o poco antes, y supimos de varios otros testimonios de chilenos o chilenas que por la sola y aleatoria circunstancia de vivir en Madrid, o estar de paso por la capital española, se estimaron como fuentes informativas privilegiadas.
Tal pareciera que cualquier tragedia de proporciones que tenga lugar en algún sitio de nuestro asolado mundo no llega a ser verdaderamente tal, si acaso no llega a afectar directa o indirectamente a alguno de nuestros compatriotas. Más todavía, uno llega a pensar que para que dicha tragedia pueda verdaderamente llegar a interesarnos y eventualmente a conmovernos, fuese preciso que la misma fuese experimentada directamente por un chileno, o cuando menos, teniendo como testigo presencial a un compatriota.
No resistimos no estar ahí. Precisamente en el lugar mismo donde la tragedia que golpeará al mundo está ocurriendo o acaba de ocurrir. Así es que buscamos cualquier subterfugio mediático para marcar nuestra presencia, de modo tal que cuando este enganche no está presente o no es posible improvisarlo, ni llegamos a enterarnos de lo que ha ocurrido y mucho menos a impresionarnos.
Mencionemos el caso de África sub-sahariana. Una región que está casi permanentemente sometida a devastadores fenómenos naturales y sociales que han costado y sigue costando diariamente la vida a miles de personas. Hambrunas, sequías inclementes, guerras civiles, luchas étnicas, pandemias, etc., son el pan amargo de cada día en una región que se debate cotidianamente en medio de la tragedia más pavorosa. Pero de todo aquello, la mayoría de las veces ni llegamos a imponernos. O al menos lo que llegamos a conocer no alcanza para indigestarnos mientras degustamos nuestra cena, en el preciso instante en que los noticiarios, nos muestran al pasar como niños africanos son literalmente comidos por
las moscas.
De modo que mientras no existan chilenos de por medio, podemos soportar impávidos y casi indiferentes los destrozos y pérdidas de vidas humanas con motivo de un terremoto, una inundación, un tifón, una erupción volcánica o cualquier otro desastre provocado por fenómenos naturales. También será posible que podamos resistir sin echarnos a llorar a mares, el conocer del descarrilamiento de un tren en Bangladesh, las consecuencias de un devastador desastre aéreo en el Kurdistán, el estallido de una nueva guerra civil sangrienta en Liberia, un atentado terrorista en alguna ciudad iraquí o el transitar galopante del Sida por medio continente africano.
Pero no dejaremos de estar atentos y sobrecogidos ante el avance de un huracán que amenaza las Costas de Florida. Especialmente si tal situación de pánico e incertidumbre puede ser ilustrada con los irremplazables testimonios de compatriotas residentes, o por lo menos, que se encuentren pasando sus vacaciones en Miami o algún otro punto turístico de la zona bajo peligro.
Sin ir más lejos, la sempiterna tragedia de Haití estuvo siempre allí, o al menos por más de un centenar de años para quién quisiera verla, condolerse y rebelarse contra ella. Pero solo vinimos a reparar verdaderamente en su existencia cuando nos involucramos como país en el proceso pacificación tras la debacle generalizada y enviamos nuestras tropas. Como se sabe, ello fue la consecuencia de un acto que involucró una definición y una decisión política meditada y de la mayor trascendencia.
Aun así, no deja de llamar la atención que la mayoría de los despachos periodísticos provenientes de la isla caribeña no tengan como propósito principal difundir la situación imperante, que es catastrófica y dramática, sino de informarnos sobre las condiciones de existencia y trabajo de nuestros efectivos militares, con especial énfasis en los naturales sentimientos de nostalgia de la patria y la familia lejana.
El reciente cataclismo y maremoto que afectó a las costas de Asia ha vuelto a poner de relieve esta costumbre informativa tan nuestra. Que es un hábito de los medios, pero que se funda en una determinada manera, pequeña, provinciana y ombliguista de ver el mundo y sus circunstancias.
Se conoce de más de 150 mil victimas fatales y un nivel de destrucción impresionante. Las imágenes que ha mostrado la televisión sobre el momento mismo en que ocurre el desastre son impactantes. Más todavía lo son las rumas de cadáveres y el dolor y la tristeza reflejado en los rostros de los sobrevivientes.
Cualquiera puede ver que estamos frente a una catástrofe de proporciones bíblicas cuyo costo en vidas humanas y bienes materiales quizá nunca se llegue a conocer exactamente. Pero nosotros, los chilenos, optamos por permanecer aferrados, en lo principal, a escudriñar en la vida del grupo de compatriotas que resultaron afectados, la gran mayoría de los cuales lograron sobrevivir, como si nada más nos importara real y sinceramente, y la tragedia en si no fuera más que el contexto, el paisaje desolado que encuadra la dura experiencia que casualmente experimentaron nuestros compatriotas de vacaciones por tan infaustas latitudes.
Quizás por lo mismo las entidades que abrieron cuentas bancarias para recolectar ayuda para las victimas no han querido dar a conocer los montos hasta ahora acumulados. Se sabe, sin embargo, que las cifras son vergonzosamente escuálidas para un país que se precia de exitoso e integrado plenamente al mundo. Hasta allí no más llega nuestra capacidad de compasión y solidaridad. Justo hasta el momento de tener que ser lo suficientemente generoso como para llevarse la mano al bolsillo, por lo menos al propio.
Triste y limitado entendimiento de la globalización el nuestro. Más triste todavía nos parece cuando nuestra falta de generosidad tiene lugar cuando todavía se escuchan los ecos de la muy reciente Cumbre APEC, ocasión en que precisamente acogimos cálida y entusiastamente a los líderes de varias de las economías de países afectados por la tragedia. Claro que para entonces los veíamos como socios y por lo mismo como canales para concretar nuevas oportunidades para incrementar nuestro comercio. No como las víctimas arrasadas de un evento telúrico que inopinadamente vino a poner de relieve las precariedades de toda índole tras el boato y la espectacularidad de las ceremonias.
Para variar, los chilenos podríamos volver a mirar el mundo como lo que esencialmente es. Una tierra poblada por personas de carne y hueso, que son y representan bastante más que potenciales mercados para nuestras exportaciones. Si nos esforzamos un poco, veremos a seres que efectivamente consumen, pero que también sufren y lloran cuando son golpeados por la adversidad y deben perder a sus familiares y sus escasos bienes. Ni más ni menos que como nosotros, que bien sabemos de catástrofes y de la importancia de la solidaridad internacional, generosa y oportuna frente al dolor y la necesidad.
(*) Carlos Parker Almonacid es cientista político.
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