CUREÑA
CUREÑA
Falleció el 31 de julio de 2004 a los 88 años
Homenaje al General Líber Seregni
Por Eleuterio Fernández Huidobro
El último acto de la vida es morirnos. Las grandes personas suelen a veces morir trágicamente y entonces la suerte se ensaña con sus restos: pensemos en los cuerpos de Guevara, Allende o Leandro Gómez, por poner unos ejemplos.
Otras veces, dicha suerte, sin ser tan aviesa, tampoco compadece la importancia de la vivida vida: pensemos en los restos de Artigas, que traídos muy tarde desde el exilio paraguayo quedaron tirados en un galpón portuario. Olvidados por otro largo tiempo.
También es común que dichas grandezas fallezcan de muerte natural en su lecho y sin sufrir tales oprobios den lugar a sentidos, solemnes y multitudinarios homenajes: pensemos en José y en Luis Batlle, en Luis Alberto de Herrera por citar sólo tres casos. Dichas muertes, por sí solas, trajeron cambios sustantivos en la Historia. Como no podía ser menos.
La del General Líber Seregni, arropado por el calor del pueblo, también los trajo. Muchos conocíamos su gravísimo estado de salud. La muerte en este caso vino avisando. El jueves de la semana pasada, a partir de la portada del diario La República (otro General había ordenado reponer el cuadro de Seregni en el sitio de donde en mala hora lo habían sacado), lo supe: el General se muere. Fue un día inquietante. Agonizaba en esas horas cuando fueron llegando al despacho de este senador rumores intranquilizantes: acuartelamiento en algunas unidades militares de Montevideo, agitadas asambleas del generalato, tensas entrevistas con el ministro y con el Presidente...Todo por una foto.
Se moría mansamente el General, produciendo sin embargo, y por morirse, crujidos astillantes en las carcomidas vigas de una grosera impostura histórica. Dicen las crónicas -y ahora lo creo- que el Viejo, sabiéndose morir, pidió que su bastón de mando fuera con él. A la vista de todos. Y allí estuvo sobre el pabellón nacional en el féretro, el viejo bastón que otrora le quebraran cobardemente. Entero estaba. Yo lo vi.
Cuantos acostumbramos soñar, por suerte la enorme mayoría, vimos en la modestia del bastón reparado por manos anónimas su último tenaz y tozudo mensaje: «Sigo siendo, también, un soldado». Jamás dejó de sostenerlo. Y fue muy criticado en vida por eso.
En materia de símbolos su muerte atrajo un verano de banderas frenteamplistas, pero también junto al pabellón nacional puso el bastón: un símbolo militar. Como si hubiera puesto el uniforme o las fotos color sepia de un joven oficial de artillería cuando, por desgracia, millones de cañones atronaban el mundo y la libertad de todos se iba o se venía por el ánima de cada uno.
Previsibles e inexorables, como la enfermedad que lo mató, vinieron luego del aciago mediodía del sábado las decisiones presidenciales: honores de ministro y, con ellos, los honores militares. Casi al mismo tiempo, en minúsculos conciliábulos, se acordaba mantener su foto en la División de Ejército Nº 2 y arrestar al general Wins, que por haberla puesto pasó a la Historia.
Hay un sórdido planeta desarreglado, en el que reinando el desvarío la Historia es arrestada. Pasamos a vivir horas mágicas en las que se intercambiaban entre la vida y la muerte supremos mensajes. Aunque debemos reconocerlo: totalmente incongruentes. Y a ratos intranquilizantes. Seregni conmovía en todos los sentidos de la palabra.
Por eso dije al principio que la muerte de las grandes personas produce por sí sola grandes cambios, pero nunca imaginé que ésta los fuera produciendo a tanta velocidad, dejando a la vista desde el último suspiro, como un viento arrachado, tanta incoherencia crasa y en pelotas.
Debo pensar forzosamente que esta increíble saga la «escribió» a plena conciencia con un pie en el estribo de la eternidad. Hasta le adivino una cierta sonrisa misteriosa, pícara, cómplice...
Después, ya jinete, hincó espuelas en el potro de la inmortalidad. A las dieciocho del sábado estaba mirando en Carrasco el decolaje de dos aviones cuando supe que la Fuerza Aérea participaba con «hondo pesar» la muerte acaecida. Algo muy grande se había producido. Cuesta escribirlo: gracias a la muerte de una vida generosa. Seregni, militando mucho, después de haberse ido para siempre, volvió enseguida.
Toda cureña es cureña de artillería. Poner sobre ella un féretro implica sustituir un cañón.
La humanidad, transformada en guerrera desde que tiene memoria, ha ido inventando en sus cuantiosas y torpes tragedias, homenajes a sus más queridos muertos para poder llorar del mejor modo posible: las hecatombes griegas, el caballo ensillado y sin jinete de los árabes, con las botas al revés en los estribos, la cureña de las piezas de artillería para llevar en inhóspitos campos de batalla los cuerpos lacerados de los héroes a la tristes tumbas.
Es un tosco homenaje macho, pero las madres espartanas exigían de sus hijos cuando los mandaban a la guerra, que volvieran con el escudo o sobre el escudo: «cureña» de cuando no había pólvora...
Dice la leyenda y repiten los poemas, que entre cuatro se llevaron el cuerpo de Saravia en tosca camilla hecha con dos largas lanzas. Pero lo que se usa hoy en casi todo el mundo es la cureña de artillería. Casualmente, el arma del soldado Seregni.
En la calle Yaguarón entre Canelones y Maldonado estaban los jinetes y los siete caballos (tropilla de un solo pelo oscuro como la muerte), la cureña y su custodia alistada en pie de guerra al mando de un joven oficial sable en mano. Calle abajo esperaban formados contra el cordón de la vereda, los efectivos de tres bandas militares, y los de la banda policial, con banderas y escoltas. Un oficial superior que trajinaba entre la gente estaba al mando de todo.
En esa media cuadra de la calle Yaguarón se iba a producir el contacto histórico (para mí, que a veces deliro, pero también para mi abogado el doctor Gonzalo Fernández que no delira nunca) entre la multitud frenteamplista que se traía al General sobre el escudo, y las Fuerzas Armadas que lo esperaban nerviosas. Todo ello rodeado a esa hora de un escenario pletórico de gente, gritos y banderas que ya inundaba calles, veredas y hasta techos, dejando espacio nulo para protocolos.
Vimos venir a los dirigentes del Frente Amplio, del Encuentro y de la Nueva Mayoría, en vilo. La muchedumbre, que llevaba al General, al pabellón y al bastón de mando, los traía también a ellos en el pulso hasta el punto del contacto después que pasaron las motos y las carrozas cargando un mar de flores. En ese momento al Uruguay le garuaba flores por todo el cuerpo.
El gigantesco sentido común de la común gente transformada en gentío henchido de perfumes y sin protocolo, se encargó de todo porque en medio de aquella confusión de brazos, pechos, lágrimas, sables, banderas, cantos, fusiles y flores, sin orden alguno, sin seguridad ninguna, mezclados todos, hombres, caballos, mujeres, dirigentes máximos, niñas, soldados, jerarcas municipales, diputados y hasta senadores, como en el loco tango de Ferrer pero al fúnebre ritmo de las cajas destempladas, se fue yendo en santa paz el General.
Abrigado por la sublime seguridad de un pueblo armado hasta los dientes de pañuelos. Creo que sólo Uruguay es capaz de hacer eso. Que me perdonen la inmodestia: solamente Uruguay.
Y bueno: el resto lo sabemos. Como en un cofre, el pabellón nacional quedó en las manos de su esposa, el bastón de mando en las de sus hijas y nietas. Retumbaron veintiún cañonazos cuando el féretro entraba en el panteón, el clarín logró tocar a silencio, una voz gritó ¡Padre Artigas: ahí va tu General!, y la multitud, sin orquesta alguna, cantó el Himno. No hubo nota discorde. Por el contrario: gestos de nobleza por cuenta de adversarios políticos.
En este imponente concierto nacional, sólo desafinaron algunas microscópicas declaraciones que las hormigas basureras del olvido ya comieron... Se los están comiendo.
Tomado de Reconquista Popular
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