NATALES EN EL CORAZÓN
NATALES EN EL CORAZÓN
Por: Amalia - Fuente: Patagonia Mía
Ni siquiera nací en Puerto Natales, pero creo que no recuerdo haber vivido antes en otro lugar.
Al cerrar los ojos en la distancia, mis sentidos evocan, de un modo casi palpable, sus callecitas de veredas irregulares, sus casas de nostálgicas fachadas rodeadas de perfumadas madreselvas y retamos, de donde se asoman esos rostros tan curiosamente familiares a los que sonrío tímidamente, de nombres desconocidos a veces, pero que forman parte de este todo que acaricio con la mirada cada vez que vengo, ansiosa, a llenarme de sensaciones tibias, a aprovisionarme de ellas para enfrentar un nuevo año en mi húmeda y adoptiva ciudad de Concepción.
Llego, año tras año, con los cinco sentidos puestos en captar el aroma exquisito de los bosques de lengas; no falto jamás a mi cita con mi lugar favorito, Puerto Bories, donde paso tardes enteras tendida en sus lomas de largos pastos secos que bailan al compás del viento me emociono al ver ese lugar tan nostálgico y bello, en que el tiempo quedó como congelado en una red atrapa-sueños. También en Bories, me armo de valor para, en cada visita, pedir permiso para entrar a comer parritas, ruibarbos y grosellas a ese huerto de álamos que cada vez encuentro más olvidado, pero que en lo más íntimo de mi ser es sólo mío. Me imagino que por eso tengo la desfachatez de pedir entrar a verlo, a pesar de las caras de extrañeza de quienes atienden a mi peculiar solicitud.
También es objeto de mi nostalgia el pequeñito Puerto Prat, lugar de los entonces aclanados asados familiares, con historias irreales en torno a la animada fogata, los juegos con los primos, los concursos de gracias de quienes éramos los más pequeños, esa playa vacía siempre con algún botecito donde subirse a mirar a la Isla de los Muertos. El regreso a Natales envuelta en un chal, somnolienta, arrullada por los tangos y las zambas de la radio de El Turbio al recorrer hoy la única calle vacía de Prat, respiro hondo, buscando llevarme dentro también algo de ese rincón sagrado de mi corazón.
Me sorprende el constatar cómo la irreverencia y el desinterés de mi adolescencia se transformó en un afán loco por escuchar viejas historias, no importa que sean repetidas; anécdotas de mis abuelos y tíos, los bailes en el Club Natales, del Socorros Mutuos, las verdaderas hazañas hechas en los viajes entre Punta Arenas y Natales, cuando aquí nevaba el triple y había que ser un verdadero piloto para sortear el camino con éxito. Me regocijo oyendo esos relatos, ojalá contados por alguien bien natalino, de esos que te hablan con acentito y que no se irán jamás de aquí; dan ganas de quedarse en su lugar, sustituyéndolos.
Comprenderán que, absorbiendo tan intensamente cada emoción y viviendo cada instante del modo en que lo hago, los días en mi hermoso pueblo pasan dolorosamente rápido, como me ha vuelto a suceder en esta ocasión. Es hora entonces de tomar mis ramas de lenga, mis fotos en Bories, caminar por última vez a tomar el té donde mi abuela, respirar hondo y partir de nuevo, que no he sido de quienes ha tenido la suerte de encontrar su rumbo en el lugar que más ama en el mundo.
Ni siquiera nací en Puerto Natales, pero creo que no recuerdo haber vivido antes en otro lugar.
Al cerrar los ojos en la distancia, mis sentidos evocan, de un modo casi palpable, sus callecitas de veredas irregulares, sus casas de nostálgicas fachadas rodeadas de perfumadas madreselvas y retamos, de donde se asoman esos rostros tan curiosamente familiares a los que sonrío tímidamente, de nombres desconocidos a veces, pero que forman parte de este todo que acaricio con la mirada cada vez que vengo, ansiosa, a llenarme de sensaciones tibias, a aprovisionarme de ellas para enfrentar un nuevo año en mi húmeda y adoptiva ciudad de Concepción.
Llego, año tras año, con los cinco sentidos puestos en captar el aroma exquisito de los bosques de lengas; no falto jamás a mi cita con mi lugar favorito, Puerto Bories, donde paso tardes enteras tendida en sus lomas de largos pastos secos que bailan al compás del viento me emociono al ver ese lugar tan nostálgico y bello, en que el tiempo quedó como congelado en una red atrapa-sueños. También en Bories, me armo de valor para, en cada visita, pedir permiso para entrar a comer parritas, ruibarbos y grosellas a ese huerto de álamos que cada vez encuentro más olvidado, pero que en lo más íntimo de mi ser es sólo mío. Me imagino que por eso tengo la desfachatez de pedir entrar a verlo, a pesar de las caras de extrañeza de quienes atienden a mi peculiar solicitud.
También es objeto de mi nostalgia el pequeñito Puerto Prat, lugar de los entonces aclanados asados familiares, con historias irreales en torno a la animada fogata, los juegos con los primos, los concursos de gracias de quienes éramos los más pequeños, esa playa vacía siempre con algún botecito donde subirse a mirar a la Isla de los Muertos. El regreso a Natales envuelta en un chal, somnolienta, arrullada por los tangos y las zambas de la radio de El Turbio al recorrer hoy la única calle vacía de Prat, respiro hondo, buscando llevarme dentro también algo de ese rincón sagrado de mi corazón.
Me sorprende el constatar cómo la irreverencia y el desinterés de mi adolescencia se transformó en un afán loco por escuchar viejas historias, no importa que sean repetidas; anécdotas de mis abuelos y tíos, los bailes en el Club Natales, del Socorros Mutuos, las verdaderas hazañas hechas en los viajes entre Punta Arenas y Natales, cuando aquí nevaba el triple y había que ser un verdadero piloto para sortear el camino con éxito. Me regocijo oyendo esos relatos, ojalá contados por alguien bien natalino, de esos que te hablan con acentito y que no se irán jamás de aquí; dan ganas de quedarse en su lugar, sustituyéndolos.
Comprenderán que, absorbiendo tan intensamente cada emoción y viviendo cada instante del modo en que lo hago, los días en mi hermoso pueblo pasan dolorosamente rápido, como me ha vuelto a suceder en esta ocasión. Es hora entonces de tomar mis ramas de lenga, mis fotos en Bories, caminar por última vez a tomar el té donde mi abuela, respirar hondo y partir de nuevo, que no he sido de quienes ha tenido la suerte de encontrar su rumbo en el lugar que más ama en el mundo.
2 comentarios
David -
Delfin -
Un abrazo dese Madrid, España.