EL COMPAÑERO DE SANTIAGO
Cuento de Alejandro Ferrer
A Doña Carmela y Don Coqui
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pero de cada niño muerto sale un fusil con ojos,
pero de cada crimen nacen balas
que os hallarán un día el sitio
del corazón.
Pablo Neruda España en el corazón
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La noche anterior había tenido un sueño premonitorio: en un callejón desconocido ardía inexplicablemente un libro de tapas oscuras junto a unos cajones de manzanas vacíos. La llovizna fina y persistente apagaba las llamas y el humo no me permitía leer el título. Insistí en mi propósito sólo para comprobar que se habían borrado las letras; sin embargo, con dificultad pude distinguir un par de consonantes flotando en el vértice del libro. Un grotesco ruido a la puerta de la celda interrumpió mi angustia, y aunque era el día de nuestra sentencia, tuve el ánimo de mencionar el sueño a mi compañero.
-Soñar con libros quemados es mala suerte -me dijo con una sonrisa desganada que reflejaba el infausto día que teníamos por delante.
A media tarde, con la boca seca y el estómago endurecido, frente al fiscal acusador que leía mi condena escrita en lenguaje babélico, pude distinguir a los lejos la hoja número 365 que al tenor de lo que escuchaba, daría conmigo en uno de los lugares más remotos del país por los próximos cinco años.
Lo más penoso de mi relegación no fue lo alejado de aquel pueblo ni el constante asedio a que me sometió la autoridad, sino la dificultad en comunicarme con sus habitantes: mi presencia allí era motivo de suspicacia y temor, y desde el principio la gente me evitaba a pesar de mis intentos por ser aceptado. Creo que fue en aquella época cuando adquirí la costumbre de hablar solo.
Comencé a vivir mi destierro cerca de la playa -allí todo estaba cerca de la playa-, en una pequeña habitación de paredes descascarilladas, aunque con suficiente espacio para mis pertenencias: una maleta de cartón, un catre desvencijado y un par de libros que habría de leer y releer hasta el cansancio. Como el tiempo era lo único que me sobraba, recordando mis experiencias en la cárcel, consumí largas horas embelleciendo aquel cuartucho con dibujos de barcos, montañas y árboles, y al cabo de un tiempo, a pesar de mi pobreza, mi hogar adquirió cierta dignidad de la cual me sentí orgulloso.
El poco dinero que tenía se me iba en una miserable cantina que se transformó en el lugar natural para gastar las noches húmedas de mi condena. Fue allí donde yo -párpados caídos y lengua traposa- revivía vociferando mis infortunios. Se podría decir que entre cumbias rayadas y boleros de Lucho Barrios, cubierto de humo y rodeado de sedientos, encontré la posibilidad de recuperar mi individualidad perdida en mazmorras carcelarias o mamotretos leguleyos.
Los parroquianos me miraban con temor y muchos se marchaban sin decir palabra. De vez en cuando, uno que otro me prestaba su mirada vidriosa o sus gestos incoherentes a cambio de una historia mal contada o de un dibujo improvisado en el borde de una servilleta; pero en general, la mayoría me ignoraba o no se arriesgaba a acercarse. Entonces, molesto, levantaba la voz, exageraba mis gestos y, conminado a abandonar el lugar, me marchaba riendo sarcásticamente.
Sin embargo, un día alguien muy diferente se me acercó por detrás y me tomó del brazo con firmeza:
-Tenga cuidado con lo que dice -me dijo con voz suave y profunda-. No olvide usted lo que pasó con el compañero de Santiago. Miré asombrado a aquel hombre que sin esperar respuesta caminó hacia la puerta y salió; intenté decirle algo, pero él no se detuvo ni contestó.
Durante los días en que infructuosamente lo busqué, sus palabras siguieron dándome vueltas en la cabeza. Aquel encuentro había desatado mi curiosidad a tal extremo que me era imprescindible encontrarlo. Hasta ese momento mis conversaciones con otros habían sido triviales, sobre cosas sin importancia; en cambio, las advertencias de ese hombre constituían la primera muestra fraterna de mi destierro. Por fin, cuando menos lo esperaba, estando yo una mañana en el muelle, sentí sus codos a escasos centímetros de los míos.
-Esta conversación puede ser peligrosa para ambos -me dijo sin siquiera mirarme de reojo-, pero cumplo con el deber de aconsejarle discreción; si ellos lo escuchan no tendrán piedad con usted.
-Pero yo ya estoy condenado -murmuré-. ¿Qué más podrían hacerme?
-Aún podrían hacerle muchísimo más daño del que usted cree. Nunca se confíe.
-¿Quién es el compañero de Santiago? -aproveché a preguntarle.
-Era de los nuestros -respondió dando énfasis al verbo y esbozando una sonrisa amable se marchó.
Me quedé en la playa observando a los pescadores descalzos, con sus pantalones oscuros arremangados, que extendían sus buzos al sol mientras otros coreaban sus productos o atracaban las chalupas al malecón. Algunas mujeres, vestidas de negro como si fuesen viudas, compraban mariscos o pescados que guardaban en cestas de mimbre y regresaban a sus casas seguidas por niños sin zapatos, aunque alegres.
Aquella noche permanecí en mi habitación tratando de reconstruir cada instante de nuestro breve encuentro. Medí y pesé al revés y al derecho sus palabras, y finalmente tuve la impresión de estar viviendo una pesadilla. No obstante el sentimiento de paz y tranquilidad que a primera vista proyectaba aquel villorrio, algo siniestro y absurdo se traslucía ahora con más nitidez. Las casitas juguetonas, cubiertas con lentejuelas de alerce de color grisáceo por la acción de la lluvia y adornadas por indiferentes jotes apostados sobre sus tejados, habían perdido su inocencia inicial. El ambiente era desolador y por primera vez me sentí desamparado...
Volví a la cantina; bebí y grité mi soledad de paria, de hombre perseguido, de víctima. Sólo el alcohol era capaz de devolverme el valor que tanta falta me hacía, y por breves momentos, al ir borrando del calendario los días cumplidos de mi condena, recuperaba la esperanza.
Una noche cualquiera, cuando menos lo esperaba, vi una vez más a aquel hombre. Noté que caminaba con lentitud hacia mi, mirándome directamente a los ojos:
-Alguien quiere verlo -me dijo-. Me atreví a decirle que usted vendría conmigo.
Aunque el riesgo de caminar de noche era enorme, sin preguntas seguí a mi compañero por las calles empinadas del pueblo. Al cabo de mucho andar, me pareció distinguir la silueta de una mujer que nos esperaba, sigilosa, en la puerta de su casa.
-Señor -me dijo mientras entrábamos-, necesito su ayuda. ¿Es usted artista?
-Puedo dibujar, señora -contesté asombrado de lo rápido que corrían las noticias en aquel lugar.
La mujer extendió una pequeña fotografía un tanto estropeada y amarillenta. Pude ver la imagen de un muchacho alegre con el cabello sobre la frente, sujetando sus libros y apoyado a un enorme árbol.
-Era mi hijo, señor -dijo al cabo de un rato.
-¿Su hijo?
-Es todo lo que ha quedado de él. Si usted pudiera hacerme un dibujo...
No pudo continuar; tenía una mirada triste y profunda, y cuando clavó sus ojos en mí supe -como nunca antes-, de desesperación y dulzura, de amor y odio, de esperanza, de madre en definitiva.
Dediqué el resto de la noche a mirar aquella fotografía; era pequeña, demasiado pequeña, pero de alguna manera logré internarme en el rostro del muchacho, con su nariz firme y sus pómulos altos, cuya agresividad era disimulada por ese pelo sobre la frente y su sonrisa casi infantil. Absorto como me encontraba, no escuché un extraño ruido en mi puerta, ni tampoco supe en qué momento me quedé profundamente dormido. Pero a la mañana siguiente cuando, como de costumbre, traté de bajar a la playa para ver a los pescadores en su faena, una misteriosa caja con mi nombre me impidió el paso. Contenía paquetes de alimentos, frutas, leche, y lo más importante: lápices, papel, gomas y algunas reglas. Tuve la impresión que mi existencia comenzaba a tener sentido.
El destino había puesto en mis manos la posibilidad de recrear -aunque ilusoriamente- un hijo a una mujer desesperada.
Mi habitación tenía el privilegio de una ventana al mar y a través de ella, mientras comía apresurado, pude notar por primera vez la belleza de la bahía de aquel pueblo y de su gente; hasta aquellos pajarracos negros sobre los tejados, ayer príncipes diabólicos, hoy se me ofrecían hermosos y dignos.
Limpié como pude el cajón que hacía las veces de mesa y me senté a dibujar. Medí sus ojos claros, la boca sonriente que permitía ver algunos milímetros de sus dientes, aunque por el tamaño de la fotografía sólo se trataba de una
insinuación; medí el contorno y finalmente cuadriculé el papel blanco para asegurarme de captar sin errores las proporciones del rostro.
Delineé los ojos para poder llegar a través de este punto de referencia al lugar exacto de la boca. Pensé que era imperioso hacerlo rápido y bien.
Por un instante me sentí artista, algo así como una pequeña divinidad en aquella isla casi mitológica. Bajé el lápiz con mucho cuidado hacia el centro del papel y lancé dos o tres líneas apenas perceptibles; agregué otras tantas arriba y a los lados y cargué la mano ahora con mas resolución. Alejé el dibujo, lo observé detenidamente y lo comparé con la fotografía; me pareció haber capturado su candidez inicial. Fue en ese momento cuando noté aquel movimiento en sus labios.
Incrédulo, me acerqué al dibujo y sólo pude ver unas líneas prometedoras pero sin sentido aún. Culpé a la falta de luz o al cansancio de todo un día de trabajo. Afuera el viento norte arreciaba y tenía a todos los botes con la proa
apuntando hacia mi ventana. El cielo se oscureció y después comenzó a llover a torrentes.
Encendí la vela y continué trabajando. Los ojos y la boca parecían astros sin sentido flotando en el universo blanco del papel. Esbocé rápidamente la base de la nariz y fui hacia arriba para rematar con suavidad a la altura de las cejas. Fue entonces cuando salí de dudas: el muchacho movió las líneas de sus labios...
-Miedo -creí haber escuchado.
-¿Miedo? -pregunté sin apartar mi vista de su boca.
- Me fusilaron, señor.
-¿Te fusilaron?
-Tuve mucho miedo en los momentos finales -agregó sin responderme.
-¿Cuántos años tienes? -pregunté incrédulo.
-Tenía 16 años, casi 17.
-No puede ser; no se fusila a los niños -dije sin querer aceptar la realidad que se me revelaba. Tomé con resolución el lápiz; casi frenético daba líneas enérgicas y aparecieron de pronto sus cabellos que parecían una cascada de aguas oscuras; luego el contorno del rostro, el cuello. Era tarde y estaba cansado, pero ya no podría detenerme hasta terminar mi trabajo. Seguí escuchando con atención.
-Estaba en la escuela cuando llegó la carta del fiscal. Todos pensaban que sólo sería para alguna declaración sin mayor importancia -continuó diciendo el muchacho.
-¿Cómo te llamas? -pregunté interrumpiéndole.
-Todos me conocen como el compañero de Santiago.
Recordé en ese momento las advertencias de aquel hombre en la cantina, mientras de mi lápiz comenzaba a nacer un roble frondoso sobre el cual se apoyaba la figura.
-Mi propio maestro me dijo que debía presentarme tranquilo al fiscal: "Si fuese algo grave, vendrían por ti en lugar de enviarte una carta".
Me sentí incapaz de decir algo. La lluvia golpeaba con fuerza en mi ventana y el viento se filtraba por los cuatro costados de mi habitación.
Noté que tenía las manos empapadas de sudor. Como pude me sequé y encendí un cigarrillo.
-Todo fue en cosa de tres días. En la tarde del último -agregó-, cuando nos leyeron la sentencia, sentí que las piernas no me pertenecían. Era todo tan absurdo que no me resignaba a aceptarlo. Mi madre le rogó tanto; llorando se abrazó a las piernas del fiscal y le juró que me tendría en casa para siempre; que no me fusilaran, que no me dejaría salir nunca a la calle... Yo era su único hijo.
Sus labios dejaron de moverse y yo quedé en silencio con la mirada perdida en la oscuridad de la pieza, mientras la llama de la vela se movía haciendo bailar las sombras de las cosas. Después de un largo rato nuevamente me pareció escuchar su voz:
-Me llevaron por un callejón oscuro; mientras caminábamos pude ver un libro de tapas gruesas quemándose, pero me fue imposible leer el título. Recuerdo al tipo aquel caminando detrás mío y respirando agitado. Dimos unos pasos más y de pronto sentí un golpe seco y muy fuerte en la nuca; al principio creí que me había dado con un palo, pero al caer pude ver de reojo la pistola humeando en su mano. Cuando comprendí lo que estaba pasando, recuerdo haber visto un fogonazo y casi al instante una calma profunda.
-¿De qué te acusaban?
-Qué importa. Fui la cuota designada para este pueblo. Me eligieron por ser foráneo; eso les facilitó las cosas.
-¿Cómo es la vida en la muerte? -le pregunté, pero no recuerdo su respuesta.
Desperté con la cabeza apoyada sobre el dibujo. La luz entraba victoriosa de su batalla contra la lluvia y la noche, iluminando la sonrisa multiplicada y fresca del muchacho. Borré las líneas innecesarias y satisfecho pude observar una vez más a mi compañero, cuya sonrisa me contagiaba.
-Señora -le dije a la madre-, aquí lo tiene.
-Parece que estuviese vivo -me respondió ella derramando una lágrima reservada.
-Está vivo -creo haberle dicho mientras caminaba mirando sin atención los sargazos enredados en los restos de aquellos palafitos.
El día en que partí definitivamente, los ojos cómplices de una madre estaban allí, despidiéndome en silencio hasta que el vehículo se perdió en los polvorientos caminos de un verano que comenzaba auspicioso en el sur de Chile.
A Doña Carmela y Don Coqui
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pero de cada niño muerto sale un fusil con ojos,
pero de cada crimen nacen balas
que os hallarán un día el sitio
del corazón.
Pablo Neruda España en el corazón
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La noche anterior había tenido un sueño premonitorio: en un callejón desconocido ardía inexplicablemente un libro de tapas oscuras junto a unos cajones de manzanas vacíos. La llovizna fina y persistente apagaba las llamas y el humo no me permitía leer el título. Insistí en mi propósito sólo para comprobar que se habían borrado las letras; sin embargo, con dificultad pude distinguir un par de consonantes flotando en el vértice del libro. Un grotesco ruido a la puerta de la celda interrumpió mi angustia, y aunque era el día de nuestra sentencia, tuve el ánimo de mencionar el sueño a mi compañero.
-Soñar con libros quemados es mala suerte -me dijo con una sonrisa desganada que reflejaba el infausto día que teníamos por delante.
A media tarde, con la boca seca y el estómago endurecido, frente al fiscal acusador que leía mi condena escrita en lenguaje babélico, pude distinguir a los lejos la hoja número 365 que al tenor de lo que escuchaba, daría conmigo en uno de los lugares más remotos del país por los próximos cinco años.
Lo más penoso de mi relegación no fue lo alejado de aquel pueblo ni el constante asedio a que me sometió la autoridad, sino la dificultad en comunicarme con sus habitantes: mi presencia allí era motivo de suspicacia y temor, y desde el principio la gente me evitaba a pesar de mis intentos por ser aceptado. Creo que fue en aquella época cuando adquirí la costumbre de hablar solo.
Comencé a vivir mi destierro cerca de la playa -allí todo estaba cerca de la playa-, en una pequeña habitación de paredes descascarilladas, aunque con suficiente espacio para mis pertenencias: una maleta de cartón, un catre desvencijado y un par de libros que habría de leer y releer hasta el cansancio. Como el tiempo era lo único que me sobraba, recordando mis experiencias en la cárcel, consumí largas horas embelleciendo aquel cuartucho con dibujos de barcos, montañas y árboles, y al cabo de un tiempo, a pesar de mi pobreza, mi hogar adquirió cierta dignidad de la cual me sentí orgulloso.
El poco dinero que tenía se me iba en una miserable cantina que se transformó en el lugar natural para gastar las noches húmedas de mi condena. Fue allí donde yo -párpados caídos y lengua traposa- revivía vociferando mis infortunios. Se podría decir que entre cumbias rayadas y boleros de Lucho Barrios, cubierto de humo y rodeado de sedientos, encontré la posibilidad de recuperar mi individualidad perdida en mazmorras carcelarias o mamotretos leguleyos.
Los parroquianos me miraban con temor y muchos se marchaban sin decir palabra. De vez en cuando, uno que otro me prestaba su mirada vidriosa o sus gestos incoherentes a cambio de una historia mal contada o de un dibujo improvisado en el borde de una servilleta; pero en general, la mayoría me ignoraba o no se arriesgaba a acercarse. Entonces, molesto, levantaba la voz, exageraba mis gestos y, conminado a abandonar el lugar, me marchaba riendo sarcásticamente.
Sin embargo, un día alguien muy diferente se me acercó por detrás y me tomó del brazo con firmeza:
-Tenga cuidado con lo que dice -me dijo con voz suave y profunda-. No olvide usted lo que pasó con el compañero de Santiago. Miré asombrado a aquel hombre que sin esperar respuesta caminó hacia la puerta y salió; intenté decirle algo, pero él no se detuvo ni contestó.
Durante los días en que infructuosamente lo busqué, sus palabras siguieron dándome vueltas en la cabeza. Aquel encuentro había desatado mi curiosidad a tal extremo que me era imprescindible encontrarlo. Hasta ese momento mis conversaciones con otros habían sido triviales, sobre cosas sin importancia; en cambio, las advertencias de ese hombre constituían la primera muestra fraterna de mi destierro. Por fin, cuando menos lo esperaba, estando yo una mañana en el muelle, sentí sus codos a escasos centímetros de los míos.
-Esta conversación puede ser peligrosa para ambos -me dijo sin siquiera mirarme de reojo-, pero cumplo con el deber de aconsejarle discreción; si ellos lo escuchan no tendrán piedad con usted.
-Pero yo ya estoy condenado -murmuré-. ¿Qué más podrían hacerme?
-Aún podrían hacerle muchísimo más daño del que usted cree. Nunca se confíe.
-¿Quién es el compañero de Santiago? -aproveché a preguntarle.
-Era de los nuestros -respondió dando énfasis al verbo y esbozando una sonrisa amable se marchó.
Me quedé en la playa observando a los pescadores descalzos, con sus pantalones oscuros arremangados, que extendían sus buzos al sol mientras otros coreaban sus productos o atracaban las chalupas al malecón. Algunas mujeres, vestidas de negro como si fuesen viudas, compraban mariscos o pescados que guardaban en cestas de mimbre y regresaban a sus casas seguidas por niños sin zapatos, aunque alegres.
Aquella noche permanecí en mi habitación tratando de reconstruir cada instante de nuestro breve encuentro. Medí y pesé al revés y al derecho sus palabras, y finalmente tuve la impresión de estar viviendo una pesadilla. No obstante el sentimiento de paz y tranquilidad que a primera vista proyectaba aquel villorrio, algo siniestro y absurdo se traslucía ahora con más nitidez. Las casitas juguetonas, cubiertas con lentejuelas de alerce de color grisáceo por la acción de la lluvia y adornadas por indiferentes jotes apostados sobre sus tejados, habían perdido su inocencia inicial. El ambiente era desolador y por primera vez me sentí desamparado...
Volví a la cantina; bebí y grité mi soledad de paria, de hombre perseguido, de víctima. Sólo el alcohol era capaz de devolverme el valor que tanta falta me hacía, y por breves momentos, al ir borrando del calendario los días cumplidos de mi condena, recuperaba la esperanza.
Una noche cualquiera, cuando menos lo esperaba, vi una vez más a aquel hombre. Noté que caminaba con lentitud hacia mi, mirándome directamente a los ojos:
-Alguien quiere verlo -me dijo-. Me atreví a decirle que usted vendría conmigo.
Aunque el riesgo de caminar de noche era enorme, sin preguntas seguí a mi compañero por las calles empinadas del pueblo. Al cabo de mucho andar, me pareció distinguir la silueta de una mujer que nos esperaba, sigilosa, en la puerta de su casa.
-Señor -me dijo mientras entrábamos-, necesito su ayuda. ¿Es usted artista?
-Puedo dibujar, señora -contesté asombrado de lo rápido que corrían las noticias en aquel lugar.
La mujer extendió una pequeña fotografía un tanto estropeada y amarillenta. Pude ver la imagen de un muchacho alegre con el cabello sobre la frente, sujetando sus libros y apoyado a un enorme árbol.
-Era mi hijo, señor -dijo al cabo de un rato.
-¿Su hijo?
-Es todo lo que ha quedado de él. Si usted pudiera hacerme un dibujo...
No pudo continuar; tenía una mirada triste y profunda, y cuando clavó sus ojos en mí supe -como nunca antes-, de desesperación y dulzura, de amor y odio, de esperanza, de madre en definitiva.
Dediqué el resto de la noche a mirar aquella fotografía; era pequeña, demasiado pequeña, pero de alguna manera logré internarme en el rostro del muchacho, con su nariz firme y sus pómulos altos, cuya agresividad era disimulada por ese pelo sobre la frente y su sonrisa casi infantil. Absorto como me encontraba, no escuché un extraño ruido en mi puerta, ni tampoco supe en qué momento me quedé profundamente dormido. Pero a la mañana siguiente cuando, como de costumbre, traté de bajar a la playa para ver a los pescadores en su faena, una misteriosa caja con mi nombre me impidió el paso. Contenía paquetes de alimentos, frutas, leche, y lo más importante: lápices, papel, gomas y algunas reglas. Tuve la impresión que mi existencia comenzaba a tener sentido.
El destino había puesto en mis manos la posibilidad de recrear -aunque ilusoriamente- un hijo a una mujer desesperada.
Mi habitación tenía el privilegio de una ventana al mar y a través de ella, mientras comía apresurado, pude notar por primera vez la belleza de la bahía de aquel pueblo y de su gente; hasta aquellos pajarracos negros sobre los tejados, ayer príncipes diabólicos, hoy se me ofrecían hermosos y dignos.
Limpié como pude el cajón que hacía las veces de mesa y me senté a dibujar. Medí sus ojos claros, la boca sonriente que permitía ver algunos milímetros de sus dientes, aunque por el tamaño de la fotografía sólo se trataba de una
insinuación; medí el contorno y finalmente cuadriculé el papel blanco para asegurarme de captar sin errores las proporciones del rostro.
Delineé los ojos para poder llegar a través de este punto de referencia al lugar exacto de la boca. Pensé que era imperioso hacerlo rápido y bien.
Por un instante me sentí artista, algo así como una pequeña divinidad en aquella isla casi mitológica. Bajé el lápiz con mucho cuidado hacia el centro del papel y lancé dos o tres líneas apenas perceptibles; agregué otras tantas arriba y a los lados y cargué la mano ahora con mas resolución. Alejé el dibujo, lo observé detenidamente y lo comparé con la fotografía; me pareció haber capturado su candidez inicial. Fue en ese momento cuando noté aquel movimiento en sus labios.
Incrédulo, me acerqué al dibujo y sólo pude ver unas líneas prometedoras pero sin sentido aún. Culpé a la falta de luz o al cansancio de todo un día de trabajo. Afuera el viento norte arreciaba y tenía a todos los botes con la proa
apuntando hacia mi ventana. El cielo se oscureció y después comenzó a llover a torrentes.
Encendí la vela y continué trabajando. Los ojos y la boca parecían astros sin sentido flotando en el universo blanco del papel. Esbocé rápidamente la base de la nariz y fui hacia arriba para rematar con suavidad a la altura de las cejas. Fue entonces cuando salí de dudas: el muchacho movió las líneas de sus labios...
-Miedo -creí haber escuchado.
-¿Miedo? -pregunté sin apartar mi vista de su boca.
- Me fusilaron, señor.
-¿Te fusilaron?
-Tuve mucho miedo en los momentos finales -agregó sin responderme.
-¿Cuántos años tienes? -pregunté incrédulo.
-Tenía 16 años, casi 17.
-No puede ser; no se fusila a los niños -dije sin querer aceptar la realidad que se me revelaba. Tomé con resolución el lápiz; casi frenético daba líneas enérgicas y aparecieron de pronto sus cabellos que parecían una cascada de aguas oscuras; luego el contorno del rostro, el cuello. Era tarde y estaba cansado, pero ya no podría detenerme hasta terminar mi trabajo. Seguí escuchando con atención.
-Estaba en la escuela cuando llegó la carta del fiscal. Todos pensaban que sólo sería para alguna declaración sin mayor importancia -continuó diciendo el muchacho.
-¿Cómo te llamas? -pregunté interrumpiéndole.
-Todos me conocen como el compañero de Santiago.
Recordé en ese momento las advertencias de aquel hombre en la cantina, mientras de mi lápiz comenzaba a nacer un roble frondoso sobre el cual se apoyaba la figura.
-Mi propio maestro me dijo que debía presentarme tranquilo al fiscal: "Si fuese algo grave, vendrían por ti en lugar de enviarte una carta".
Me sentí incapaz de decir algo. La lluvia golpeaba con fuerza en mi ventana y el viento se filtraba por los cuatro costados de mi habitación.
Noté que tenía las manos empapadas de sudor. Como pude me sequé y encendí un cigarrillo.
-Todo fue en cosa de tres días. En la tarde del último -agregó-, cuando nos leyeron la sentencia, sentí que las piernas no me pertenecían. Era todo tan absurdo que no me resignaba a aceptarlo. Mi madre le rogó tanto; llorando se abrazó a las piernas del fiscal y le juró que me tendría en casa para siempre; que no me fusilaran, que no me dejaría salir nunca a la calle... Yo era su único hijo.
Sus labios dejaron de moverse y yo quedé en silencio con la mirada perdida en la oscuridad de la pieza, mientras la llama de la vela se movía haciendo bailar las sombras de las cosas. Después de un largo rato nuevamente me pareció escuchar su voz:
-Me llevaron por un callejón oscuro; mientras caminábamos pude ver un libro de tapas gruesas quemándose, pero me fue imposible leer el título. Recuerdo al tipo aquel caminando detrás mío y respirando agitado. Dimos unos pasos más y de pronto sentí un golpe seco y muy fuerte en la nuca; al principio creí que me había dado con un palo, pero al caer pude ver de reojo la pistola humeando en su mano. Cuando comprendí lo que estaba pasando, recuerdo haber visto un fogonazo y casi al instante una calma profunda.
-¿De qué te acusaban?
-Qué importa. Fui la cuota designada para este pueblo. Me eligieron por ser foráneo; eso les facilitó las cosas.
-¿Cómo es la vida en la muerte? -le pregunté, pero no recuerdo su respuesta.
Desperté con la cabeza apoyada sobre el dibujo. La luz entraba victoriosa de su batalla contra la lluvia y la noche, iluminando la sonrisa multiplicada y fresca del muchacho. Borré las líneas innecesarias y satisfecho pude observar una vez más a mi compañero, cuya sonrisa me contagiaba.
-Señora -le dije a la madre-, aquí lo tiene.
-Parece que estuviese vivo -me respondió ella derramando una lágrima reservada.
-Está vivo -creo haberle dicho mientras caminaba mirando sin atención los sargazos enredados en los restos de aquellos palafitos.
El día en que partí definitivamente, los ojos cómplices de una madre estaban allí, despidiéndome en silencio hasta que el vehículo se perdió en los polvorientos caminos de un verano que comenzaba auspicioso en el sur de Chile.
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