NATALINO... SIEMPRE
Alejandro Ferrer Fernández
La máxima está entroncada en nuestros inicios, en nuestros fundamentos: los celtíberos -abuelos paternos- adoraban el villorrio, el lugar, el río, el viejo castaño, la piedra propia, el polvo de sus caminos, y se jugaban la vida en su defensa. De ahí nació el sentido del honor, de la dignidad, del estoicismo.
Poco antes de echarse a dormir, mi hermano Fernando, otro empedernido natalino. escribió: No nos dejes, Señor, que en tentación caigamos/ de abandonar la tierra que los viejos nos legaron. Sin embargo, lector, a veces no tenemos alternativa: o partimos o nos parten.
Así las cosas, de pronto nos vemos lanzados a la conquista de esa línea mítica llamada horizonte, a la cual suelen avecinarse los pájaros en alguna brisa que reconocemos como propia. Nuestro recorrido hacia el nuevo destino no deja de ser una ruta de aprendizaje, aunque también de desilusión. Y es que la realidad, implacable, desmorona la imaginación, los cuentos, las descripciones de viajeros, las ideas preconcebidas, las noticias de anacrónicos juglares.
Las mega-ciudades no son como creemos, estimados coterráneos.
Luego de cinco minutos de deslumbramiento descubrimos, por ejemplo, que Santiago de la Nueva Extremadura, es simplemente...Santiago; una ciudad sin historia; acaso, la más anodina de las capitales de América Latina. Para mí, taiwanesca, cubierta de humos negros y putos barrios altos. Como será que hasta la Cordillera de los Andes prefirió desaparecer envuelta en smog para no ser cómplice de tanta modernidad neoliberal.
No se piense que la cosa mejora un poco más arriba. Lima, que aún huele a Virreinato y a barroco de Indias, ha encontrado en el siglo XX su peor enemigo: la inestabilidad política, el fujimoriato y un tal Montecinos han hecho lo posible por descaderar a la mismísima flor de la canela. Ya en el norte, en México, la Gran Tenochtitlan yace boca abajo y sobre ella un fauno gigantesco de 30 millones ha dado cuenta de sus islas artificiales -chinampas- y de sus jardines flotantes. Hoy, el Templo Mayor, Chapultepec, Xochimilco o Coyoacan dan la última guerra florida antes del ritual sacrificio. Por último, en Chicago, lugar de destino final, los héroes del Primero de Mayo permanecen en el más completo olvido y en los callejones los fantasmas en pena de los gangsters de verdad palidecen ante la violencia absurda de pandilleros de peso menor.
Mientras tanto, los rascacielos deshumanizados proliferan como esas callampitas pluviales de los campos magallánicos. Ante tamaña desilusión, necesariamente surge la nostalgia, que es enfermedad de viajeros, y con ella la comparación. Pero no una comparación material, sino espiritual. (recién ahora respondo lo que siente un natalino fuera de Natales). Desde esa perspectiva, el pueblito querido, el nido, el lugar de los recuerdos, crece y crece hasta transformarse en el terruño indispensable. Puerto Natales pasa así a ser un lugar mítico, idealizado; de buenos recuerdos, de infancias, de primeros amores...
Y claro, no queremos recordar el otro Natales; el de las tristezas, el de los rigores y de las pérdidas...aquel que, por ejemplo, vio morirse de pena a mi padre. El anciano madrileño, querido padre mío, que creía ver en cada niño del pueblo el rostro de sus nietos. No. Para amarguras ya tenemos suficiente con la sociedad. Preferimos el Natales que cauteloso engaña mis sentidos como diría Sor Juana Inés de la Cruz. El jovial, de sobrenombres y locuras; de solidaridad y amistades perpetuas. Un Natales único, con un tren-meadero como monumento en plena plaza; lugar propio de la literatura mágica, donde los árboles en lugar de estar cargados de frutas están cargados de niños en plenos ritos de iniciación. El pueblo donde todos reconocen y adoran la belleza que nos rodea, aunque pocos o nadie seamos capaces de identificar las montañas por su nombre. En definitiva, el lugar amado.
Así vemos Natales a la distancia.
Hermoso, todo mío, sin cementerios ni penas; y como buen natalino, sin aceptar críticas de fuereños convencidos de que el pueblito es mil veces mejor que cualquier ciudad del mundo (dijo el picado).
Y así continuará siendo hasta que un día la vida nos traicione y la Muerte, con el as de espadas cortándole los dedos, nos grite: ¡Quiero vale cuatro, canijo!
Ese infausto día, que ojalá no llegue tan pronto, la miraremos de frente y con una sonrisa nos iremos a la baraja...
La máxima está entroncada en nuestros inicios, en nuestros fundamentos: los celtíberos -abuelos paternos- adoraban el villorrio, el lugar, el río, el viejo castaño, la piedra propia, el polvo de sus caminos, y se jugaban la vida en su defensa. De ahí nació el sentido del honor, de la dignidad, del estoicismo.
Poco antes de echarse a dormir, mi hermano Fernando, otro empedernido natalino. escribió: No nos dejes, Señor, que en tentación caigamos/ de abandonar la tierra que los viejos nos legaron. Sin embargo, lector, a veces no tenemos alternativa: o partimos o nos parten.
Así las cosas, de pronto nos vemos lanzados a la conquista de esa línea mítica llamada horizonte, a la cual suelen avecinarse los pájaros en alguna brisa que reconocemos como propia. Nuestro recorrido hacia el nuevo destino no deja de ser una ruta de aprendizaje, aunque también de desilusión. Y es que la realidad, implacable, desmorona la imaginación, los cuentos, las descripciones de viajeros, las ideas preconcebidas, las noticias de anacrónicos juglares.
Las mega-ciudades no son como creemos, estimados coterráneos.
Luego de cinco minutos de deslumbramiento descubrimos, por ejemplo, que Santiago de la Nueva Extremadura, es simplemente...Santiago; una ciudad sin historia; acaso, la más anodina de las capitales de América Latina. Para mí, taiwanesca, cubierta de humos negros y putos barrios altos. Como será que hasta la Cordillera de los Andes prefirió desaparecer envuelta en smog para no ser cómplice de tanta modernidad neoliberal.
No se piense que la cosa mejora un poco más arriba. Lima, que aún huele a Virreinato y a barroco de Indias, ha encontrado en el siglo XX su peor enemigo: la inestabilidad política, el fujimoriato y un tal Montecinos han hecho lo posible por descaderar a la mismísima flor de la canela. Ya en el norte, en México, la Gran Tenochtitlan yace boca abajo y sobre ella un fauno gigantesco de 30 millones ha dado cuenta de sus islas artificiales -chinampas- y de sus jardines flotantes. Hoy, el Templo Mayor, Chapultepec, Xochimilco o Coyoacan dan la última guerra florida antes del ritual sacrificio. Por último, en Chicago, lugar de destino final, los héroes del Primero de Mayo permanecen en el más completo olvido y en los callejones los fantasmas en pena de los gangsters de verdad palidecen ante la violencia absurda de pandilleros de peso menor.
Mientras tanto, los rascacielos deshumanizados proliferan como esas callampitas pluviales de los campos magallánicos. Ante tamaña desilusión, necesariamente surge la nostalgia, que es enfermedad de viajeros, y con ella la comparación. Pero no una comparación material, sino espiritual. (recién ahora respondo lo que siente un natalino fuera de Natales). Desde esa perspectiva, el pueblito querido, el nido, el lugar de los recuerdos, crece y crece hasta transformarse en el terruño indispensable. Puerto Natales pasa así a ser un lugar mítico, idealizado; de buenos recuerdos, de infancias, de primeros amores...
Y claro, no queremos recordar el otro Natales; el de las tristezas, el de los rigores y de las pérdidas...aquel que, por ejemplo, vio morirse de pena a mi padre. El anciano madrileño, querido padre mío, que creía ver en cada niño del pueblo el rostro de sus nietos. No. Para amarguras ya tenemos suficiente con la sociedad. Preferimos el Natales que cauteloso engaña mis sentidos como diría Sor Juana Inés de la Cruz. El jovial, de sobrenombres y locuras; de solidaridad y amistades perpetuas. Un Natales único, con un tren-meadero como monumento en plena plaza; lugar propio de la literatura mágica, donde los árboles en lugar de estar cargados de frutas están cargados de niños en plenos ritos de iniciación. El pueblo donde todos reconocen y adoran la belleza que nos rodea, aunque pocos o nadie seamos capaces de identificar las montañas por su nombre. En definitiva, el lugar amado.
Así vemos Natales a la distancia.
Hermoso, todo mío, sin cementerios ni penas; y como buen natalino, sin aceptar críticas de fuereños convencidos de que el pueblito es mil veces mejor que cualquier ciudad del mundo (dijo el picado).
Y así continuará siendo hasta que un día la vida nos traicione y la Muerte, con el as de espadas cortándole los dedos, nos grite: ¡Quiero vale cuatro, canijo!
Ese infausto día, que ojalá no llegue tan pronto, la miraremos de frente y con una sonrisa nos iremos a la baraja...
3 comentarios
Alejandro Ferrer -
Esos son los lectores que "yo me gustan".
aristóteles españa -
GRACIAS FERRER DESDE CHICAGO
huevo frito -