EL DÍA MÁS ESPERADO
Por Luis Sepúlveda
Edición chilena de Le Monde Diplomatique - 04 01 2005
Hace pocas horas despedía a mi hijo Sebastián en el aeropuerto de Gijón. Como siempre disfracé la tristeza del adiós con un par de chistes, y vi como mi joven hombre de veinte años, de la mano de su chica, me hacía señas antes de subir a la sala de embarque. Como siempre, porque el hombre es animal de costumbres protectoras por absurdas que éstas parezcan, permanecí ahí hasta que el avión despegó. Como siempre, hice un recuento de las días y horas compartidos, y me detuve en el recuerdo de una caminata por la playa solitaria mientras él me pedía que le contara mi último viaje a Chile. Emocionado le narré que había sido un buen viaje, que me había reencontrado con mis viejos amigos, con mis queridos compañeros de la guardia del presidente Allende, y que lentamente empezaba a planear mi regreso.
Mi hijo lucía con orgullo una camiseta del Foro Social Chileno, el bello dibujo de Federica Matta resplandecía con la luz marina.
- ¿Esa bestia sigue ahí, sin que lo toquen?, preguntó de pronto.
Sí, la bestia, el criminal, el asesino, el ladrón seguía en Chile,
protegido por la más odiosa impunidad.
- Lo pasaremos bien en Chile. Tendré un par de caballos - respondí para
conjurar esa presencia avergonzante.
Cuando el vuelo de mi hijo desapareció del panel de información regresé al auto, eché a andar el motor, y entonces el milagro de la radio me entregó la noticia más esperada: la Corte Suprema de Justicia rechazaba el recurso de amparo presentado por la defensa de la bestia, del criminal, del asesino, del ladrón, y sería sometido al juicio que espera la sociedad chilena, los chilenos que viven entre la cordillera y el mar, los que viven en la diáspora, los que nacieron bajo otros cielos y han crecido con nuestro amor por el lejano país salpicado de islas.
Confieso que creí que este día tan esperado no llegaría jamás, y no por
desconfianza en la justicia, sino en los encargados de administrarla.
¿Cuántas vidas se habrían salvado si los tribunales chilenos hubiesen
aceptado los recursos de amparo presentados por los familiares de los
desaparecidos, de los asesinados en los centros de detención y tortura, de los degollados a medianoche y en horas en que sólo los criminales podían moverse por las calles de Chile?
Entre 1973 y 1989 se presentaron miles de recursos de amparo, los
familiares acudían con testigos que habían presenciado las detenciones,
los secuestros, los robos de personas, y ninguno fue aceptado pues la
justicia chilena estaba en manos de prevaricadores, de cómplices del
dictador.
No creí posible este día, pero al mismo tiempo, porque conozco y admiro la historia cívica de mi país, siempre intenté convencerme de que el juicio a Pinochet empezó cuando el último defensor del palacio de La Moneda disparó el último tiro en defensa de la constitución y la legalidad.
No será juzgado por todos sus crímenes, sino por algunos, tan salvajes y bestiales como todos los que ordenó desde su cobardía de sátrapa, desde su vileza de ser mediocre y obtuso, desde el hedor de su traición. Pero será juzgado, con todas las garantías que nosotros no tuvimos, y nos alegra que así sea porque creemos en la justicia.
Es deber de todos velar porque no le ocurra nada, que su salud se
mantenga, que no le falte nada, y si es preciso hacer una colecta pública para mantenerlo vivo, pues la hacemos, ¿cuánto hay que poner? Lo que importa es que mi hijo, los hijos de todos los que sufrieron, y las viudas, y los padres que enterraron a sus hijos, y las novias de ajuar frustrado, y las abuelas que se quedaron con los mimos sin dueño, vean a la bestia fascista, al criminal a sueldo, al asesino de sueños, al ladrón de vidas y de bienes, fotografiado de frente y de perfil, con el número de reo bajo la quijada, estampando las huellas digitales de sus zarpas con la tinta negra de la vergüenza. Eso es lo que importa.
Mientras escribo estas líneas, mi hijo Sebastián vuela rumbo a Alemania y yo recuerdo el paseo por la playa desierta. Ahí le conté de mi regreso a El Cañaveral, aquel lugar sagrado entre los montes en donde el Dispositivo de Seguridad del Presidente Allende, el GAP, se preparaba para defender la vida de nuestros dirigentes, de los encargados de hacer realidad el más bello sueño colectivo de mi generación. Ahí, junto a "Patán", "Galo", "El Pelao" y otros de los mejores, de los más valientes compañeros que he conocido y cuya amistad es mi gran orgullo, simplemente recordábamos aquel sueño lleno de anécdotas y juventud.
Sé que ellos comparten esta serena alegría por este día, por este día tan esperado, en que la débil luz de la justicia se deja ver entre el humo de La Moneda en llamas, entre los rostros luminosos de todos los compañeros del GAP que cayeron y que jamás desaparecieron de nuestra memoria.
Edición chilena de Le Monde Diplomatique - 04 01 2005
Hace pocas horas despedía a mi hijo Sebastián en el aeropuerto de Gijón. Como siempre disfracé la tristeza del adiós con un par de chistes, y vi como mi joven hombre de veinte años, de la mano de su chica, me hacía señas antes de subir a la sala de embarque. Como siempre, porque el hombre es animal de costumbres protectoras por absurdas que éstas parezcan, permanecí ahí hasta que el avión despegó. Como siempre, hice un recuento de las días y horas compartidos, y me detuve en el recuerdo de una caminata por la playa solitaria mientras él me pedía que le contara mi último viaje a Chile. Emocionado le narré que había sido un buen viaje, que me había reencontrado con mis viejos amigos, con mis queridos compañeros de la guardia del presidente Allende, y que lentamente empezaba a planear mi regreso.
Mi hijo lucía con orgullo una camiseta del Foro Social Chileno, el bello dibujo de Federica Matta resplandecía con la luz marina.
- ¿Esa bestia sigue ahí, sin que lo toquen?, preguntó de pronto.
Sí, la bestia, el criminal, el asesino, el ladrón seguía en Chile,
protegido por la más odiosa impunidad.
- Lo pasaremos bien en Chile. Tendré un par de caballos - respondí para
conjurar esa presencia avergonzante.
Cuando el vuelo de mi hijo desapareció del panel de información regresé al auto, eché a andar el motor, y entonces el milagro de la radio me entregó la noticia más esperada: la Corte Suprema de Justicia rechazaba el recurso de amparo presentado por la defensa de la bestia, del criminal, del asesino, del ladrón, y sería sometido al juicio que espera la sociedad chilena, los chilenos que viven entre la cordillera y el mar, los que viven en la diáspora, los que nacieron bajo otros cielos y han crecido con nuestro amor por el lejano país salpicado de islas.
Confieso que creí que este día tan esperado no llegaría jamás, y no por
desconfianza en la justicia, sino en los encargados de administrarla.
¿Cuántas vidas se habrían salvado si los tribunales chilenos hubiesen
aceptado los recursos de amparo presentados por los familiares de los
desaparecidos, de los asesinados en los centros de detención y tortura, de los degollados a medianoche y en horas en que sólo los criminales podían moverse por las calles de Chile?
Entre 1973 y 1989 se presentaron miles de recursos de amparo, los
familiares acudían con testigos que habían presenciado las detenciones,
los secuestros, los robos de personas, y ninguno fue aceptado pues la
justicia chilena estaba en manos de prevaricadores, de cómplices del
dictador.
No creí posible este día, pero al mismo tiempo, porque conozco y admiro la historia cívica de mi país, siempre intenté convencerme de que el juicio a Pinochet empezó cuando el último defensor del palacio de La Moneda disparó el último tiro en defensa de la constitución y la legalidad.
No será juzgado por todos sus crímenes, sino por algunos, tan salvajes y bestiales como todos los que ordenó desde su cobardía de sátrapa, desde su vileza de ser mediocre y obtuso, desde el hedor de su traición. Pero será juzgado, con todas las garantías que nosotros no tuvimos, y nos alegra que así sea porque creemos en la justicia.
Es deber de todos velar porque no le ocurra nada, que su salud se
mantenga, que no le falte nada, y si es preciso hacer una colecta pública para mantenerlo vivo, pues la hacemos, ¿cuánto hay que poner? Lo que importa es que mi hijo, los hijos de todos los que sufrieron, y las viudas, y los padres que enterraron a sus hijos, y las novias de ajuar frustrado, y las abuelas que se quedaron con los mimos sin dueño, vean a la bestia fascista, al criminal a sueldo, al asesino de sueños, al ladrón de vidas y de bienes, fotografiado de frente y de perfil, con el número de reo bajo la quijada, estampando las huellas digitales de sus zarpas con la tinta negra de la vergüenza. Eso es lo que importa.
Mientras escribo estas líneas, mi hijo Sebastián vuela rumbo a Alemania y yo recuerdo el paseo por la playa desierta. Ahí le conté de mi regreso a El Cañaveral, aquel lugar sagrado entre los montes en donde el Dispositivo de Seguridad del Presidente Allende, el GAP, se preparaba para defender la vida de nuestros dirigentes, de los encargados de hacer realidad el más bello sueño colectivo de mi generación. Ahí, junto a "Patán", "Galo", "El Pelao" y otros de los mejores, de los más valientes compañeros que he conocido y cuya amistad es mi gran orgullo, simplemente recordábamos aquel sueño lleno de anécdotas y juventud.
Sé que ellos comparten esta serena alegría por este día, por este día tan esperado, en que la débil luz de la justicia se deja ver entre el humo de La Moneda en llamas, entre los rostros luminosos de todos los compañeros del GAP que cayeron y que jamás desaparecieron de nuestra memoria.
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