DON PANCHO Y YO
por Luis Sepúlveda
Septiembre de 2002
Me cuesta hablar de Coloane, porque todavía no me repongo de saber que nunca más lo veré, y porque tuve que soportar los llamados telefónicos de muchos carroñeros que desde Chile querían saber la razón de nuestro alejamiento. Advierto que si alguno intenta enmierdar la memoria de don Pancho, tal como lo empiezan a hacer con la de Neruda y Matilde, independientemente de su sexo, estado civil o pasquín para el que escriba, va a escupir los dientes.
Empecé a leerlo cuando era un muchacho. Mis autores preferidos de entonces eran London, Salgari, y un chileno injustamente olvidado que se llama Lautaro Yankas. En sus libros había algo que me conmovía especialmente y era el culto a la lealtad que practicaban sus personajes. Para mí Coloane fue una revelación porque era la primera vez que me enfrentaba a historias en las que el viento soplaba de verdad, y porque me enseñaba que Chile era algo más que el aburrido Santiago, que existía el profundo sur donde la épica era el pan de cada día. Él supo conferir a sus personajes, todos seres marginales, perdedores que sabían por qué perdían, una identidad inédita en la literatura escrita en español. Coloane no escribía desde el punto de vista de la compasión, lo hacía desde una barricada, del lado de los jodidos, y eso fue para mí una invitación a imitarlo.
No adornaba con floridos barroquismos los errores del narrador tan visibles en otros contemporáneos suyos, pero sus libros destilan un rigor de corrector que, modestamente, hice parte de mi bagaje. A él le debo la determinación final de dedicarme a la escritura.
Lo conocí personalmente recién a inicios de los noventa, y, de inmediato, nació una gran amistad que nunca se interrumpió ni se interrumpirá. Yo no he sido, como se ha dicho, el promotor de su literatura porque la obra del más grande de nuestros narradores se impone por sí misma. Pero cuando llegué a Europa, y no como turista ni diplomático, en 1980, constaté que aquí Coloane no se conocía a pesar de que había habido varios escritores chilenos que fueron diplomáticos, porque jamás hicieron nada por difundir su obra. Y me propuse terminar con esa injusticia.
La oportunidad se dio en Saint Malo mientras comentaba este asunto con el gran escritor colombiano Álvaro Mutis. Este movió la cabeza y exclamó que era absurdo porque Coloane era un autor de la talla de London o de Stevenson. Esto lo escuchó un editor francés, que quiso saber más del chileno del que hablábamos. Yo me limité a contarle, en resumen, el mejor y más perfecto relato escrito en los últimos cien años: El témpano de Kanasaka. Él escuchó, tomó nota, pesó la conveniencia de editar a un escritor sudamericano octogenario y ajeno al boom, y meses más tarde me pidió que prologara el primer libro de don Pancho en francés. Éste se convirtió desde su aparición en un éxito de crítica y ventas. Luego, mi editor italiano me propuso dirigir una colección de literatura iberoamericana, para publicar autores cuya obra se acercara a lo que los dos considerábamos como literatura universal escrita en español y en portugués. Así nació la colección La Frontiera Scomparsa. Y, cuando me consultó por el primer título, dije de inmediato Tierra del Fuego, de Francisco Coloane.
Desde la publicación del maravilloso libro de aventuras de don Pancho, y en mi colección están todas sus obras, al éxito francés se sumó el de Italia, donde se transformó en autor de culto, venerado, amado sobre todo por lectores jóvenes, por los inconformistas antiglobalización. Lo mismo ha ocurrido en Grecia, Portugal, Alemania y España. Yo lo único que hice fue presentar sus libros y si algún merito me toca, es el de haber contribuido a lograr que finalmente Coloane tuviera el sitio merecido en la literatura universal.
Septiembre de 2002
Me cuesta hablar de Coloane, porque todavía no me repongo de saber que nunca más lo veré, y porque tuve que soportar los llamados telefónicos de muchos carroñeros que desde Chile querían saber la razón de nuestro alejamiento. Advierto que si alguno intenta enmierdar la memoria de don Pancho, tal como lo empiezan a hacer con la de Neruda y Matilde, independientemente de su sexo, estado civil o pasquín para el que escriba, va a escupir los dientes.
Empecé a leerlo cuando era un muchacho. Mis autores preferidos de entonces eran London, Salgari, y un chileno injustamente olvidado que se llama Lautaro Yankas. En sus libros había algo que me conmovía especialmente y era el culto a la lealtad que practicaban sus personajes. Para mí Coloane fue una revelación porque era la primera vez que me enfrentaba a historias en las que el viento soplaba de verdad, y porque me enseñaba que Chile era algo más que el aburrido Santiago, que existía el profundo sur donde la épica era el pan de cada día. Él supo conferir a sus personajes, todos seres marginales, perdedores que sabían por qué perdían, una identidad inédita en la literatura escrita en español. Coloane no escribía desde el punto de vista de la compasión, lo hacía desde una barricada, del lado de los jodidos, y eso fue para mí una invitación a imitarlo.
No adornaba con floridos barroquismos los errores del narrador tan visibles en otros contemporáneos suyos, pero sus libros destilan un rigor de corrector que, modestamente, hice parte de mi bagaje. A él le debo la determinación final de dedicarme a la escritura.
Lo conocí personalmente recién a inicios de los noventa, y, de inmediato, nació una gran amistad que nunca se interrumpió ni se interrumpirá. Yo no he sido, como se ha dicho, el promotor de su literatura porque la obra del más grande de nuestros narradores se impone por sí misma. Pero cuando llegué a Europa, y no como turista ni diplomático, en 1980, constaté que aquí Coloane no se conocía a pesar de que había habido varios escritores chilenos que fueron diplomáticos, porque jamás hicieron nada por difundir su obra. Y me propuse terminar con esa injusticia.
La oportunidad se dio en Saint Malo mientras comentaba este asunto con el gran escritor colombiano Álvaro Mutis. Este movió la cabeza y exclamó que era absurdo porque Coloane era un autor de la talla de London o de Stevenson. Esto lo escuchó un editor francés, que quiso saber más del chileno del que hablábamos. Yo me limité a contarle, en resumen, el mejor y más perfecto relato escrito en los últimos cien años: El témpano de Kanasaka. Él escuchó, tomó nota, pesó la conveniencia de editar a un escritor sudamericano octogenario y ajeno al boom, y meses más tarde me pidió que prologara el primer libro de don Pancho en francés. Éste se convirtió desde su aparición en un éxito de crítica y ventas. Luego, mi editor italiano me propuso dirigir una colección de literatura iberoamericana, para publicar autores cuya obra se acercara a lo que los dos considerábamos como literatura universal escrita en español y en portugués. Así nació la colección La Frontiera Scomparsa. Y, cuando me consultó por el primer título, dije de inmediato Tierra del Fuego, de Francisco Coloane.
Desde la publicación del maravilloso libro de aventuras de don Pancho, y en mi colección están todas sus obras, al éxito francés se sumó el de Italia, donde se transformó en autor de culto, venerado, amado sobre todo por lectores jóvenes, por los inconformistas antiglobalización. Lo mismo ha ocurrido en Grecia, Portugal, Alemania y España. Yo lo único que hice fue presentar sus libros y si algún merito me toca, es el de haber contribuido a lograr que finalmente Coloane tuviera el sitio merecido en la literatura universal.
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