UN MUNDO QUE ESTALLA
Por Enrique Lacolla
La Voz del Interior Córdoba Argentina
La presión inmigrante sobre las fronteras del mundo desarrollado no es de hoy: hace rato que viene produciéndose. Y no representa sino uno de los factores que se conjugan para hacer, del siglo 21 en prospectiva, un lugar no sólo peligroso sino, con toda probabilidad, insostenible en unas pocas décadas más.
Las avalanchas de negros (el código de lo políticamente correcto exigiría quizá que nos refiriésemos aquí a gentes de color) que asaltan las vallas elevadas por la policía española en Ceuta y Melilla para frenar el acceso de las poblaciones norafricanas y, sobre todo, subsaharianas al umbral del territorio de la Unión Europea, son el síntoma más espectacular y patético del callejón sin salida en que se encuentra el mundo como consecuencia de un sistema económico connotado por el egoísmo, el racismo y la búsqueda desaforada de la renta de parte de un orden mundial decadente.
Al revés de lo que acontecía en el pasado, cuando el imperialismo se expandía aplastando pero también renovando las sociedades en las que hacía mella, hoy, lejos de promover desarrollos así sean deformes, se limita a extraer de las sociedades sometidas a su férula los réditos que provienen de un capitalismo parasitario: los intereses de la deuda que, reciclados en las plazas financieras del Primer Mundo, proveen superávit que se inflan a sí mismos. De esta manera, se alimenta a sectores que concentran cada vez más la riqueza dineraria, mientras el resto de la humanidad, en una gradación descendente que va de la clase trabajadora europea a los parias del África profunda, se mueven en un territorio que se desplaza desde una regresión social paulatina a la miseria absoluta.
Aunque parecen incomparables, hay que asociar el asalto a las alambradas de Ceuta y Melilla por los condenados de la Tierra a las manifestaciones populares que paralizaron a París y a toda Francia por estos mismos días. Son las dos puntas de la cadena que une a los excluidos del sistema: la clase trabajadora que, como consecuencia de la revolución tecnotrónica, tiene cada vez menos empleo, y la muchedumbre de los desesperados que no tienen nada que hacer salvo morirse de hambre en sus respectivos países.
LAS ASPIRINAS NO ALCANZAN
Este tipo de opiniones nos puede valer el mote de apocalípticos. Pues bien, no hay más que mirar en derredor para darse cuenta de que la enfermedad senil del sistema que nos envuelve no se cura con aspirinas ni con los expedientes administrativos que, en el fondo, están elucubrando sus exponentes intelectuales. Esto es, con intervenciones militares o con la reducción de los nacimientos, es decir, de las bocas que hay que alimentar, como sostiene incluso un intelectual tan respetable como Giovanni Sartori.
Ambos expedientes, por otra parte, pueden casarse muy bien: convengamos que el recurso nuclear y el armamento biológico pueden suministrar resultados impresionantes en este terreno, aunque con seguridad no es esto lo que auspicia Sartori.
La racionalización de la natalidad, por otra parte, no va a corregir la estrangulación del sistema por su propia avidez de ganancia. La acumulación continua, que es la razón de ser del capitalismo, no puede prolongarse hoy si no existe el punto de impacto sobre el cual esa acumulación se producía, que era la clase trabajadora. Ésta proveía plusvalía con su trabajo, pero al mismo tiempo podía hacer crecer el ciclo de la acumulación convirtiéndose en masa consumidora.
El mundo de hoy parece una caldera a punto de explotar. Cuanto más se lo globaliza en lo financiero, más se lo segmenta en regiones que se pretende sean incomunicables entre sí. Y más se aumenta el nivel de la intervención policial que pretende asegurar las bases para perpetuar por la fuerza el actual estado de cosas.
Ahora bien, si el fiasco de las ocupaciones norteamericanas en Irak y Afganistán no sólo no desalienta a quienes las idearon sino que los empecina en la misma idea, debería ser evidente para todos que el sistema perdió sus reflejos. Si existiese una alternativa de cambio a mano, podría saludarse esa terquedad con beneplácito, pues estaría proclamando la inminente derrota del régimen.
Lamentablemente, esa opción no está a la vista. Lo que tenemos es un Leviatán senil que se revuelve sobre sí mismo, con sacudidas feroces y que proyectan desastres en todas direcciones.
Los muros de Berlín al revés proliferan por todo el mundo desarrollado. Desde Texas a Marruecos. No parece que vayan a poder detener la avalancha. El Nuevo Orden mundial se está acercando demasiado rápido a la fase senil del Imperio Romano, al que tuvo la osadía de querer duplicar.
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