LAS MÁSCARAS DEL RACISMO
LAS MÁSCARAS DEL RACISMO
Por Enrique Lacolla
Durante mucho tiempo, el racismo formó parte de la práctica política de Occidente. Era bien visto, incluso.
Sólo después de las atrocidades del nazismo, de la lucha de los pueblos coloniales contra sus dominadores y del combate de las minorías de color por un espacio en el seno de las naciones desarrolladas, esa perversión de la psicología social se tornó en una mala palabra para los usos convencionales. Esto es, para los criterios de lo políticamente correcto.
El racismo está vivo, sin embargo. Y tiene formas sesgadas pero no menos peligrosas que las anteriores. A veces, éstas se expresan de manera subliminal; otras, no tanto. Echemos un vistazo a los conflictos del presente. ¿Cuál es la cuestión que el sistema dominante plantea como el núcleo de todos los problemas? El terrorismo.
Criaturas del mal
Ahora bien, ¿quiénes son los exponentes de esa diabólica actividad, a la que se presenta como desasida de motivaciones concretas, como emanación de un diabolismo fundamentalista o de una perversidad asociada al tráfico de drogas?
Los árabes, los latinos (entendidos en la acepción tropical y mestiza que se les da en Estados Unidos), los distintos; el Otro, en una palabra. Las sociedades blancas, asustadas por la presión demográfica de los pueblos de color y con sus puertas asediadas por masas de inmigrantes o amenazadas por la proliferación de las urbanizaciones marginales en sus ciudades, están predispuestas al virus.
Las premisas del neorracismo pueden, incluso, tener un punto de partida insospechable. Las elegantes elucubraciones del profesor Samuel Huntington en El choque de las civilizaciones, por ejemplo, que presentan al futuro como el escenario de una serie de luchas entre concepciones culturales y prácticas confesionales encontradas, cabe que suministren una base prestigiosa para el racismo, pues sus argumentaciones pueden ser simplificadas a través del discurso reduccionista que desciende o se insinúa desde el poder y se vehiculiza por los medios de comunicación, despertando inquinas soterradas pero activas. Esto es, de hecho, lo que sucede. La convicción difusa, pero enraizada, en torno de la diferencia irreductible respecto del otro, del inferior y del distinto, está culminando en aberraciones como las de la prisión de Abu Ghraib, donde la representación convencional del árabe como un troglodita embebido de machismo y, por lo tanto, particularmente sensible a la humillación sexual, se convirtió en el expediente para una de las formas más sórdidas de la tortura.
Las fotos de las soldadesas norteamericanas burlándose de los prisioneros apilados y desnudos era, o al menos eso se creía, una manera de sembrar el terror al herir lo que se suponía era el punto más sensible del ser primitivo que se sometía a castigo.
La tortura física y moral que se despliega en las sentinas de la represión implica que su mecanismo abreva en el desprecio por el otro. Ese desdén deviene de la incomprensión del verdugo respecto de la humanidad que también inviste a la víctima.
Sombras del pasado
Los energúmenos con turbante, representados en la ficción cinematográfica o que la cámara capta, sin elaboración crítica, en las tomas documentales de las calles en revuelta de Medio Oriente, sirven para consolidar una predisposición ya existente, enraizada en el pasado imperialista de Occidente.
El estereotipo racial eliminaba los matices individuales en la identidad de los pueblos o estratos sometidos a la férula del conquistador o del régimen dominante, reduciéndolos a un modelo genérico. Esto autorizaba a visualizarlos como poco más que a animales, en ocasiones peligrosos, a los que, en consecuencia, era legítimo suprimir en defensa propia.
El gobierno norteamericano disimula esta tesitura tras un aparato de buenos propósitos y de banalidades genéricas. Arguye que sólo América (por los Estados Unidos) es capaz de echar luz sobre sus propios excesos, pero olvida decir que esos excesos fueron autorizados por funcionarios del mismo gobierno y que, con toda posibilidad, se siguen practicando en Irak y en otras partes.
Vivimos en una época hipócrita y sofocante, desatinadamente permisiva por un lado y que practica una violencia sin límites por otro. Llamar a las cosas por su nombre es una forma de buscar un poco de aire puro.
© La Voz del Interior
Durante mucho tiempo, el racismo formó parte de la práctica política de Occidente. Era bien visto, incluso.
Sólo después de las atrocidades del nazismo, de la lucha de los pueblos coloniales contra sus dominadores y del combate de las minorías de color por un espacio en el seno de las naciones desarrolladas, esa perversión de la psicología social se tornó en una mala palabra para los usos convencionales. Esto es, para los criterios de lo políticamente correcto.
El racismo está vivo, sin embargo. Y tiene formas sesgadas pero no menos peligrosas que las anteriores. A veces, éstas se expresan de manera subliminal; otras, no tanto. Echemos un vistazo a los conflictos del presente. ¿Cuál es la cuestión que el sistema dominante plantea como el núcleo de todos los problemas? El terrorismo.
Criaturas del mal
Ahora bien, ¿quiénes son los exponentes de esa diabólica actividad, a la que se presenta como desasida de motivaciones concretas, como emanación de un diabolismo fundamentalista o de una perversidad asociada al tráfico de drogas?
Los árabes, los latinos (entendidos en la acepción tropical y mestiza que se les da en Estados Unidos), los distintos; el Otro, en una palabra. Las sociedades blancas, asustadas por la presión demográfica de los pueblos de color y con sus puertas asediadas por masas de inmigrantes o amenazadas por la proliferación de las urbanizaciones marginales en sus ciudades, están predispuestas al virus.
Las premisas del neorracismo pueden, incluso, tener un punto de partida insospechable. Las elegantes elucubraciones del profesor Samuel Huntington en El choque de las civilizaciones, por ejemplo, que presentan al futuro como el escenario de una serie de luchas entre concepciones culturales y prácticas confesionales encontradas, cabe que suministren una base prestigiosa para el racismo, pues sus argumentaciones pueden ser simplificadas a través del discurso reduccionista que desciende o se insinúa desde el poder y se vehiculiza por los medios de comunicación, despertando inquinas soterradas pero activas. Esto es, de hecho, lo que sucede. La convicción difusa, pero enraizada, en torno de la diferencia irreductible respecto del otro, del inferior y del distinto, está culminando en aberraciones como las de la prisión de Abu Ghraib, donde la representación convencional del árabe como un troglodita embebido de machismo y, por lo tanto, particularmente sensible a la humillación sexual, se convirtió en el expediente para una de las formas más sórdidas de la tortura.
Las fotos de las soldadesas norteamericanas burlándose de los prisioneros apilados y desnudos era, o al menos eso se creía, una manera de sembrar el terror al herir lo que se suponía era el punto más sensible del ser primitivo que se sometía a castigo.
La tortura física y moral que se despliega en las sentinas de la represión implica que su mecanismo abreva en el desprecio por el otro. Ese desdén deviene de la incomprensión del verdugo respecto de la humanidad que también inviste a la víctima.
Sombras del pasado
Los energúmenos con turbante, representados en la ficción cinematográfica o que la cámara capta, sin elaboración crítica, en las tomas documentales de las calles en revuelta de Medio Oriente, sirven para consolidar una predisposición ya existente, enraizada en el pasado imperialista de Occidente.
El estereotipo racial eliminaba los matices individuales en la identidad de los pueblos o estratos sometidos a la férula del conquistador o del régimen dominante, reduciéndolos a un modelo genérico. Esto autorizaba a visualizarlos como poco más que a animales, en ocasiones peligrosos, a los que, en consecuencia, era legítimo suprimir en defensa propia.
El gobierno norteamericano disimula esta tesitura tras un aparato de buenos propósitos y de banalidades genéricas. Arguye que sólo América (por los Estados Unidos) es capaz de echar luz sobre sus propios excesos, pero olvida decir que esos excesos fueron autorizados por funcionarios del mismo gobierno y que, con toda posibilidad, se siguen practicando en Irak y en otras partes.
Vivimos en una época hipócrita y sofocante, desatinadamente permisiva por un lado y que practica una violencia sin límites por otro. Llamar a las cosas por su nombre es una forma de buscar un poco de aire puro.
© La Voz del Interior
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RICARDO -