ANOMIA SOCIAL Y CATÁSTROFE
Por Enrique Lacolla
La Voz del Interior - Córdoba
El horrible episodio del boliche Cromagnon sintetiza los rasgos del proceso destructivo a que está siendo sometido el país. El terrible episodio del boliche incendiado en el barrio porteño del Once, en vísperas del Año Nuevo, provoca horror, indignación y náusea .
Este hecho se erige en un símbolo que condensa casi todas las maldiciones de la Argentina actual, a saber: irresponsabilidad estatal, en lo referido al incumplimiento de los controles que deben ser de rutina en ese tipo de lugares; corrupción vinculada a esa falta de vigilancia y/o falta de presupuesto para tornarla eficiente; codicia empresarial que valora más el "ahorro" de unos miserables pesos que la seguridad de un local al que se había provisto de un aislamiento sonoro prohibido por su combustibilidad y toxicidad en caso de incendio; más codicia, evidenciada en el cerramiento hermético de las salidas de emergencia para evitar la presencia de colados; imbecilidad de quienes arrojaron la pirotecnia que desencadenó el desastre; desprecio por el otro, ínsito en todas estas actitudes; desorganización en la provisión del socorro y cobertura mediática afligida por el sensacionalismo y la demagogia.
Hubo incluso un periodista que se indignó en cámara porque un funcionario tuvo la osadía de definir el comportamiento de los "chicos" que tiraron la cañita voladora, como imprudente.
Pues sí, fue imprudencia: hubo inconsciencia suicida en esa actitud, aunque obviamente a quien eso hizo se lo deba colocar último en el listado de las responsabilidades. Como también a quienes, estando a su lado, no intervinieron para impedir que hiciera lo que estaba haciendo. La generosidad de quienes se jugaron luego la vida para sacar a sus compañeros de la trampa mortal, no basta para equilibrar los pesos.
Pero el problema es más vasto, está en la recurrencia de la impunidad y negligencia que rodean a estos y a tantos otros episodios que quebrantan la ley. Y sobre todo en el carácter de síntoma que estos tienen respecto de los gérmenes autodestructivos que se han inoculado en la sociedad argentina y que algo tienen que ver con su incapacidad para exigir de sus dirigentes las pruebas de idoneidad, ética e inteligencia que cabe requerir de quienes se hacen cargo de esa responsabilidad.
No comparto el criterio de quienes piensan que los argentinos estamos afligidos de una tara genética, que nos haría incurrir en una criminal ligereza. Creo más bien que esa liviandad, si bien puede ser en parte un sedimento no asumido de las ilusiones (perdidas) que informaron al país en épocas más pródigas, es un dato inyectado deliberada y lentamente en la psiquis nacional para anular su autoconciencia y para arrojar a quienes se encuentran más indefensos ante el ataque -esto es, a los jóvenes- al culto de una transgresión inútil, segura garantía de que no se les pasará por la cabeza cuestionar las causas de la situación del país y las de su propio desarme frente al sistema.
El culto a la incultura
Se ha tejido, desde los medios en general y desde la televisión en especial, una cultura de la banalidad, de la mediocridad y de la bobada que no tiene paralelo en el mundo. Sus ecos los encontramos en el lenguaje cotidiano: no sólo por la incapacidad para designar que deviene de la cada vez mayor pobreza lingüística, sino por el empleo de muchos términos característicos de una actitud, entre mimosa y blandengue, que impregna a gran parte de los estratos medios de nuestra sociedad y que trasunta un apartamiento de cualquier tesitura tónica y severa frente a la realidad.
Los medios se hacen diligentes propaladores de términos que se suponen cariñosos como "los chicos", "las mamás", "los abuelos" y "la gente" para designar a los jóvenes, las madres, los ancianos y el pueblo.
En cierto modo, este lenguaje refleja la tesitura renunciataria de que hablamos. "Chicos" es una extensión de bebés, las "mamás" hacen pensar en el café con leche antes que en las madres dadoras de vida, los "abuelos" parecen ser los seres provectos a los que hay que cuidar (en teoría) antes que los ancianos transmisores de la sabiduría de una experiencia existencial, y la "gente" es una entidad amorfa, muy distante de los contenidos implícitos en la palabra pueblo, que suponen una disposición volitiva y un sentido de la dirección, incluso en el seno del tumulto.
Esos sectores propensos al uso de este lenguaje indeterminado, cuando son golpeados por la tragedia, como en este caso, o por el desastre económico, como en ocasión del "corralito" (otro eufemismo para no decir expropiación), tienen reacciones de rabia y desesperación, pero que se agotan en su formulación, no cuestionan los motivos por los cuales pasa lo que pasa y no llegan a articular una alternativa coherente para salir del impasse.
En este esquema mental, la culpa la tienen siempre otros, lo cual puede ser cierto; pero nadie se pregunta por qué esos otros avanzaron hasta poseer ese poder discrecional, de vida o muerte, sobre el destino de millones de personas, incluidas aquellas que protestan.
El núcleo del problema
Esta descomposición de la voluntad arranca de una falta de identidad provocada por el sistemático oscurecimiento de la naturaleza de los procesos que gestaron nuestra historia. Y del sabotaje que se ejerce para impedir ir al centro de una problemática nacional generada por nuestra situación dependiente.
En este tipo de procedimiento, la inducción de la anomia social es un recurso maestro. Después de la catastrófica experiencia de la dictadura, se hizo más fácil montar el escenario para esta cancelación de la conciencia. Incluso la gesta de Malvinas, mal parida por el oportunismo y la inepcia de quienes la impulsaron, pero punto de referencia identitario para millones de argentinos, fue desvalorizada sistemáticamente.
La oleada de liberalización que siguió al régimen militar instrumentó el legítimo rechazo a sus abusos, dirigiéndolo a alentar una pseudo rebeldía juvenil que se volcó en las formas de vestir, de hablar, de vincularse y de adscribirse a distintas tribus. Librados a sí mismos, carentes de la orientación de unas familias cada vez menos contenedoras y atraídos por la trampa de un consumismo imposible, el inconformismo juvenil se transmutó en una agitación sin objetivos y propensa a la autodestrucción.
Las responsabilidades por el desastre del boliche Cromagnon son específicas y tocan primordialmente a las autoridades y a los empresarios que incumplieron todas y cada una de sus obligaciones. Deben pagar por ello. strong>Pero las raíces del problema son más hondas y se vinculan a la incapacidad de comprender que no hay libertad individual sin libertad colectiva, y que no basta con pedir la cabeza de un funcionario público para que las cosas se encarrilen, sino que se requiere de una búsqueda de conocimiento y de una voluntad de transformación activa, sólo verificable en un compromiso político, para develar las causas de lo que nos está pasando y para operar sobre ellas.
La Voz del Interior - Córdoba
Este hecho se erige en un símbolo que condensa casi todas las maldiciones de la Argentina actual, a saber: irresponsabilidad estatal, en lo referido al incumplimiento de los controles que deben ser de rutina en ese tipo de lugares; corrupción vinculada a esa falta de vigilancia y/o falta de presupuesto para tornarla eficiente; codicia empresarial que valora más el "ahorro" de unos miserables pesos que la seguridad de un local al que se había provisto de un aislamiento sonoro prohibido por su combustibilidad y toxicidad en caso de incendio; más codicia, evidenciada en el cerramiento hermético de las salidas de emergencia para evitar la presencia de colados; imbecilidad de quienes arrojaron la pirotecnia que desencadenó el desastre; desprecio por el otro, ínsito en todas estas actitudes; desorganización en la provisión del socorro y cobertura mediática afligida por el sensacionalismo y la demagogia.
Hubo incluso un periodista que se indignó en cámara porque un funcionario tuvo la osadía de definir el comportamiento de los "chicos" que tiraron la cañita voladora, como imprudente.
Pues sí, fue imprudencia: hubo inconsciencia suicida en esa actitud, aunque obviamente a quien eso hizo se lo deba colocar último en el listado de las responsabilidades. Como también a quienes, estando a su lado, no intervinieron para impedir que hiciera lo que estaba haciendo. La generosidad de quienes se jugaron luego la vida para sacar a sus compañeros de la trampa mortal, no basta para equilibrar los pesos.
Pero el problema es más vasto, está en la recurrencia de la impunidad y negligencia que rodean a estos y a tantos otros episodios que quebrantan la ley. Y sobre todo en el carácter de síntoma que estos tienen respecto de los gérmenes autodestructivos que se han inoculado en la sociedad argentina y que algo tienen que ver con su incapacidad para exigir de sus dirigentes las pruebas de idoneidad, ética e inteligencia que cabe requerir de quienes se hacen cargo de esa responsabilidad.
No comparto el criterio de quienes piensan que los argentinos estamos afligidos de una tara genética, que nos haría incurrir en una criminal ligereza. Creo más bien que esa liviandad, si bien puede ser en parte un sedimento no asumido de las ilusiones (perdidas) que informaron al país en épocas más pródigas, es un dato inyectado deliberada y lentamente en la psiquis nacional para anular su autoconciencia y para arrojar a quienes se encuentran más indefensos ante el ataque -esto es, a los jóvenes- al culto de una transgresión inútil, segura garantía de que no se les pasará por la cabeza cuestionar las causas de la situación del país y las de su propio desarme frente al sistema.
El culto a la incultura
Se ha tejido, desde los medios en general y desde la televisión en especial, una cultura de la banalidad, de la mediocridad y de la bobada que no tiene paralelo en el mundo. Sus ecos los encontramos en el lenguaje cotidiano: no sólo por la incapacidad para designar que deviene de la cada vez mayor pobreza lingüística, sino por el empleo de muchos términos característicos de una actitud, entre mimosa y blandengue, que impregna a gran parte de los estratos medios de nuestra sociedad y que trasunta un apartamiento de cualquier tesitura tónica y severa frente a la realidad.
Los medios se hacen diligentes propaladores de términos que se suponen cariñosos como "los chicos", "las mamás", "los abuelos" y "la gente" para designar a los jóvenes, las madres, los ancianos y el pueblo.
En cierto modo, este lenguaje refleja la tesitura renunciataria de que hablamos. "Chicos" es una extensión de bebés, las "mamás" hacen pensar en el café con leche antes que en las madres dadoras de vida, los "abuelos" parecen ser los seres provectos a los que hay que cuidar (en teoría) antes que los ancianos transmisores de la sabiduría de una experiencia existencial, y la "gente" es una entidad amorfa, muy distante de los contenidos implícitos en la palabra pueblo, que suponen una disposición volitiva y un sentido de la dirección, incluso en el seno del tumulto.
Esos sectores propensos al uso de este lenguaje indeterminado, cuando son golpeados por la tragedia, como en este caso, o por el desastre económico, como en ocasión del "corralito" (otro eufemismo para no decir expropiación), tienen reacciones de rabia y desesperación, pero que se agotan en su formulación, no cuestionan los motivos por los cuales pasa lo que pasa y no llegan a articular una alternativa coherente para salir del impasse.
En este esquema mental, la culpa la tienen siempre otros, lo cual puede ser cierto; pero nadie se pregunta por qué esos otros avanzaron hasta poseer ese poder discrecional, de vida o muerte, sobre el destino de millones de personas, incluidas aquellas que protestan.
El núcleo del problema
Esta descomposición de la voluntad arranca de una falta de identidad provocada por el sistemático oscurecimiento de la naturaleza de los procesos que gestaron nuestra historia. Y del sabotaje que se ejerce para impedir ir al centro de una problemática nacional generada por nuestra situación dependiente.
En este tipo de procedimiento, la inducción de la anomia social es un recurso maestro. Después de la catastrófica experiencia de la dictadura, se hizo más fácil montar el escenario para esta cancelación de la conciencia. Incluso la gesta de Malvinas, mal parida por el oportunismo y la inepcia de quienes la impulsaron, pero punto de referencia identitario para millones de argentinos, fue desvalorizada sistemáticamente.
La oleada de liberalización que siguió al régimen militar instrumentó el legítimo rechazo a sus abusos, dirigiéndolo a alentar una pseudo rebeldía juvenil que se volcó en las formas de vestir, de hablar, de vincularse y de adscribirse a distintas tribus. Librados a sí mismos, carentes de la orientación de unas familias cada vez menos contenedoras y atraídos por la trampa de un consumismo imposible, el inconformismo juvenil se transmutó en una agitación sin objetivos y propensa a la autodestrucción.
Las responsabilidades por el desastre del boliche Cromagnon son específicas y tocan primordialmente a las autoridades y a los empresarios que incumplieron todas y cada una de sus obligaciones. Deben pagar por ello. strong>Pero las raíces del problema son más hondas y se vinculan a la incapacidad de comprender que no hay libertad individual sin libertad colectiva, y que no basta con pedir la cabeza de un funcionario público para que las cosas se encarrilen, sino que se requiere de una búsqueda de conocimiento y de una voluntad de transformación activa, sólo verificable en un compromiso político, para develar las causas de lo que nos está pasando y para operar sobre ellas.
0 comentarios