EL BUMERÁN DEL GUETO
La Voz del Interior – Córdoba – Argentina
Miércoles 16 de Noviembre de 2005
Los desórdenes que se producen en París pueden, en cierto sentido, resultar gratificantes para nosotros, que solemos padecer de una manera de pensar el mundo que pone a Europa (o, más genéricamente, al Occidente desarrollado) en un pedestal. Esa admiración se da la mano con cierto desprecio o con un resignado escepticismo acerca de las posibilidades que tiene nuestro país o el conjunto de América latina en el sentido de acceder a niveles tan extremados de civilización y/o eficiencia.
A pesar de que el Occidente ha exhibido muchas veces características odiosas, cierto esnobismo cultural en el país tiende, de forma consciente o inconsciente, a aprobarlo como un todo.
Ahora bien, aunque son obvios los aportes que la civilización occidental ha realizado a la humanidad, así como también son ostensibles e innegables los lazos de sangre y cultura que nos unen a ella, también es verdad que América latina representa una realidad diferente y, en algunos aspectos, más benévola que la de esa realidad trasatlántica que tanto nos fascina.
Ello no significa que esta parte del mundo esté exenta de contradicciones. Todo lo contrario. La brutalidad de los desniveles sociales y la situación de dependencia económica en que nos encontramos incuban problemas muy grandes.
Sin duda favorecidos por la disponibilidad de espacios enormes y semivacíos, la fluidez social y el mestizaje (a veces vergonzante, pero capilarmente difundido) que han distinguido a nuestra trayectoria histórica, se configuran hoy como un dato a tener en cuenta en un sentido favorable. Gracias a ese rasgo de carácter, en efecto, hoy, cuando las migraciones amenazan hacerse imparables y la xenofobia y el racismo pueden convertirse en los detonadores de una inclemencia social, política y en última instancia militar, esa faceta de la crisis contemporánea, quizá, nos será ahorrada.
El sistema mundial, preso en la contradicción insanable que anida en su naturaleza más profunda y que deviene de su irremediable pulsión a la acumulación desigual y a la concentración de la ganancia cualesquiera sean las consecuencias, no puede evitar el abandono en que deja a masas cada vez más grandes, ni la confusa rebelión de estas, poco proclives a resignarse a la condición de parias en un mundo hipercomunicado, donde todo está al alcance de la vista aunque no de la mano, y donde se pretende que la globalización sea en un solo sentido.
Esto es, tan sólo a través de un flujo de capitales que trastoca las coordenadas sociales en todo el globo, mientras se pretende atar en su lugar a millones de personas que sólo pueden huir de su desesperada condición trasladándose a los lugares donde presumen pueden escaparse a la miseria.
La doble ecuación
En la tormenta que se ha desatado por París, y que amenaza expandirse a los suburbios de otras ciudades europeas, está presente una doble ecuación.
Por una parte tenemos la manifestación de uno de los hechos más duros de la vida contemporánea: la ciudad ha dejado de ser sinónimo de comunidad, para convertirse en un lugar sembrado de baluartes incomunicados, determinados por la exclusión social y por el miedo que causa esa misma exclusión a quienes escapan a ella y se refugian en otro tipo de exclusión, la del privilegio que se atrinchera en barrios cerrados.
Esta exclusión es potenciada por el peso de la historia. Los disturbios que sacuden a la capital francesa son la secuela o el rebote de la colonización africana perseguida por Francia durante más de un siglo y perpetuada, incluso después de la guerra de Argelia, por la asociación desigual entre la metrópoli y sus viejos territorios de ultramar.
El fenómeno no es sólo francés, desde luego: toda Europa es en este sentido un campo minado, y también lo son los Estados Unidos, donde la presión de la migración latinoamericana y la presencia de una importante población negra que ha sido asimilada de manera superficial, configuran un panorama explosivo.
La mayor parte de las ciudades de Francia alojan hoy minorías árabes y negras procedentes de los países del Magreb o de Camerún o la Costa del Marfil. Lo mismo pasa en gran parte de las ciudades europeas, con la diferencia de que en estas la proveniencia de los inmigrantes se da a partir de los territorios colonizados en su hora por Italia, España o Inglaterra. En Alemania, que no dispuso de colonias a partir de 1918, la oleada inmigratoria es en general de origen turco o de Europa del este.
En el caso francés esas comunidades inmigrantes se encuentran aisladas en guetos suburbanos, donde en ellas hacen mella el desempleo, la delincuencia que suele ir asociada a esa situación y una segregación implícita que alcanza incluso a los descendientes franceses de los primeros inmigrantes que arribaron al lugar. La discriminación está instalada incluso en el lenguaje de la sociedad blanca, en el cual beurs y blacks son denominaciones de connotación peyorativa –como “moros” y “sudacas” en España–, y reconfirman la calidad de ciudadanos de segunda que corresponde a sus portadores.
En esas masas de individuos socialmente desajustados, y muy en especial entre los jóvenes, la violencia que se ejerce contra los pueblos árabes en el Medio Oriente de parte del complejo imperial y la reacción confusa, pero destructiva, que protagonizan el fundamentalismo y los movimientos de resistencia radical, no puede dejar de hacer su camino.
La intolerancia al estado de cosas no aguardaba más que una chispa para manifestarse. Esta fue suministrada por la muerte accidental de dos adolescentes franceses de origen árabe que se refugiaron en una estación de alta tensión para escapar de la policía y murieron electrocutados.
París siempre fue un foco de irradiación revolucionaria, desde 1789 a 1968: ¿estaremos frente a los prolegómenos de otra aventura histórica?
Una encrucijada difícil
Conviene conservar los pies en la realidad, pero de cualquier manera los sucesos parisienses y su proyección están poniendo de relieve lo inconfortable y precario de una situación que no sólo afecta a los sectores menos privilegiados, sino que puede también llegar a comprometer la estabilidad del conjunto del mundo desarrollado.
En efecto, ¿qué hay de un movimiento contestatario que se impregne de las consignas agitadoras que han distinguido a la izquierda europea y apele al arma de la huelga para canalizar su acción? Aunque realizan trabajos no calificados, los europeos de segunda son indispensables para tratar la basura, remover los residuos patógenos, servir en los geriátricos, atender los servicios públicos, trabajar en la construcción y proveer al servicio doméstico.
Aun en su condición subordinada, la mano de obra primaria de una sociedad desarrollada es esencial, en especial cuando la tasa declinante de la natalidad entre los sectores mejor situados y el rechazo de los miembros de la sociedad blanca a volver a desempeñarse como trabajadores manuales va reduciendo su presencia demográfica o los torna dependientes de otros.
Esto no se resuelve con expedientes militares. Ni frenando el ingreso de nuevos inmigrantes.
El sistema mundial está encerrándose en un callejón sin salida. La presión de la financierización, la puja especulativa, la concentración de la riqueza, la homogeneización de la industria cultural –que agrede a las singularidades identitarias y al mismo tiempo, en razón del desnivel de hierro instalado por la acumulación desigual entre periferia y centro, les impide acceder a esa misma homogeneización–, van componiendo un todo explosivo que sólo podría perder virulencia si se modificara el sistema.
Esto no es probable, o al menos no lo resulta a partir de las evidencias de que disponemos hoy. Por el contrario, el incremento de la agresión, la militarización de la política en el Medio Oriente, las disposiciones puramente securitarias adoptadas para enfrentarse a la situación –como el toque de queda–, están preanunciando tormentas mucho más fuertes que las que se han producido hasta ahora. Es tiempo de “tsunamis”.
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